LA SABIDURÍA DE NUESTRO CUERPO


¿Qué es experiencia? ¿Qué es la vida? ¿Qué es el movimiento? ¿Qué es la realidad? A todas las preguntas de esta clase debemos dar la respuesta que daba San Agustín a la pregunta: «¿Qué es el tiempo?» «Lo sé, pero cuando me lo preguntas no lo sé.» 

La experiencia, la vida, el movimiento y la realidad son otros tantos sonidos utilizados para simbolizar la suma de sensaciones, pensamientos, sentimientos y deseos. Y si me preguntáis: «¿Qué son las sensaciones, etcétera?», sólo puedo responder: «No seas tonto. Sabes muy bien lo que son. No podemos seguir definiendo las cosas indefinidamente sin dar vueltas a lo mismo. Definir significa fijar, y, cuando te pones a ello, resulta que la vida real no es fija».

Al final del capítulo anterior he sugerido que ese algo fundamental que no puede definirse o fijarse puede representarse por la palabra Dios. Si esto fuera cierto, conoceríamos a Dios desde siempre…, pero cuando empezamos a pensar en ello, no lo conocemos. Y es que cuando empezamos a pensar en la experiencia tratamos de fijarla en formas e ideas rígidas. Es el viejo problema de tratar de hacer paquetes de agua o de encerrar el viento en una caja.

Sin embargo, la religión siempre nos ha enseñado que «Dios» es algo de lo que podemos esperar sabiduría y orientación. Nos hemos acostumbrado a la idea de que la sabiduría —es decir, el conocimiento, el consejo, la información— pueden expresarse en afirmaciones verbales consistentes en orientaciones específicas. Si eso fuera cierto, cuesta ver cómo puede extraerse cualquier sabiduría de algo imposible de definir.

Pero, de hecho, la clase de sabiduría que puede adoptar la forma de orientaciones específicas es muy poca cosa, y la mayor parte de la sabiduría que empleamos en la vida cotidiana nunca nos llega como información verbal. No fue a través de declaraciones como aprendimos a respirar, tragar, ver, hacer que la sangre circule, digerir los alimentos o resistir a las enfermedades. Sin embargo, esas cosas se realizan por medio de los procesos más complejos y maravillosos, que el aprendizaje por medio de los libros y la habilidad técnica no pueden jamás reproducir. 

Esta es una sabiduría real, pero nuestro cerebro tiene muy poco que hacer con ella. Es la clase de sabiduría que necesitamos para resolver los problemas reales y prácticos de la vida humana. Ya ha hecho maravillas por nosotros, y no hay motivo alguno para que no siga haciendo muchas más.

Sin ningún aparato técnico ni cálculos para predicción, las palomas mensajeras pueden regresar a sus palomares desde largas distancias, las aves migratorias pueden visitar los mismos lugares un año tras otro y las plantas pueden «idear» mecanismos maravillosos para que el viento distribuya sus semillas. Desde luego, no hacen estas cosas «a propósito», lo cual es tanto como decir que no las planean y piensan. Si pudieran hablar, no estarían en mejores condiciones para explicar cómo lo hacen que las del hombre medio para explicar cómo late su corazón.

Los «instrumentos» que logran estas hazañas son, realmente, órganos y procesos del cuerpo, es decir, de una misteriosa pauta de movimiento que no comprendemos y que, en realidad, no podemos definir. No obstante, los seres humanos, en general, han dejado de desarrollar los instrumentos del cuerpo. Cada vez más tratamos de efectuar una adaptación a la vida por medio de instrumentos externos, y procuramos resolver nuestros problemas por medio del pensamiento consciente más que por la «habilidad» inconsciente. Esto nos beneficia mucho menos de lo que nos gustaría suponer.

Por ejemplo, hay mujeres «primitivas» que pueden dar a luz mientras trabajan en los campos, y, tras haber hecho las pocas cosas necesarias para que su bebé esté seguro, caliente y cómodo, reanudan su trabajo. Por otro lado, la mujer civilizada ha de trasladarse a un hospital complicado, donde, rodeada de médicos, enfermeras e innumerables instrumentos, da a luz penosamente, con prolongadas contorsiones y dolores lacerantes. Es cierto que las condiciones antisépticas evitan la muerte de muchas madres e hijos, pero ¿por qué no podemos tener las condiciones antisépticas y además la forma natural y fácil de dar a luz?

La respuesta a esta pregunta y muchas otras similares, es que nos han enseñado a descuidar, despreciar y violar nuestros cuerpos, y a poner toda nuestra fe en el cerebro. En efecto, la enfermedad especial del hombre civilizado podría describirse como un bloqueo o cisma entre su cerebro (concretamente el córtex) y el resto de su cuerpo. Esto corresponde a la división entre el «Yo» y «yo», el hombre y la naturaleza, y a la confusión de Ouroboros, la serpiente atolondrada que no sabe que la cola es el otro extremo de su cuerpo.

Alan Watts en La sabiduría de la Inseguridad

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