Había una vez un sabio que vivía en Abdadam, cuyo refugio estaba siempre rodeado de discípulos, gente que había llegado desde muy lejos y desde cerca para escuchar su sabiduría y tratar de adquirir conocimientos y realización espiritual.
A veces les hablaba; otras veces no. A veces les leía libros; en otras les daba actividades a realizar.
Los discípulos trataron, por décadas, de entender el significado de sus palabras, de penetrar en la profundidad de sus señales, de sus signos y de sus símbolos; y en todas formas posibles, de estar más cerca de su sabiduría.
Aquellos pocos que lograban entender lo que él intentaba transmitir eran los que no consumían su tiempo tratando de analizar el porqué de todo. Cultivaban la paciencia, la atención y la constancia, y evitaban pensar mediante asociaciones verbales, frases citadas y hábitos de pensamiento adquiridos, y aceptaban con sicera obediencia lo que sus maestro les aconsejaba.
El resto, la gran mayoría -como es común-, se reunían en grupos y estaban a veces excitados, a veces deprimidos, pero siempre voraces y codiciosos como caníbales aunque fuera de una astilla de atención o de aquello que consideraban que constitutía su propio bienestar. En realidad, bajo ese barniz de conducta respetuosa y hasta servil hacia el Maestro, se escondía un salvajismo tal que, si hubiesen creído que devorándolo a él o a alguno de sus discípulos avanzados, adquirirían el conocimiento que alucinaban necesitar, lo hubiesen llevado a cabo sin dudar.
En su locura mental confundían los febriles deseos con las verdaderas necesidades.
Tenían toda clase de excusas para su modo de pensar y actuar, excepto por supuesto, las verdaderas.
Finalmente, luego de muchos años, uno de este grupo, es decir: el más cobarde de los valientes, el menos digno y por tanto su cabecilla, se armó de valor para abordar al viejo directamente. Es que el Viejo siempre se había comportado de manera digna, y se dirigía a ellos de manera soberana y un tanto altiva, lo cual infundía en todos un respeto instintivo.
Ellos creían que su maestro, a consecuencia de su desarrollo, debía ser así: altivo y mirándolos por arriba; y que como la pluma, no puede evitar escribir si la empujan. No concebían que esta conducta formaba parte de su enseñanza, como correctivo a la poca honradez que los discípulos tenían hacia sí mismos, a fin de que pudiesen tomar ejemplo e intentar ser también dignos hacia ellos mismos. Pues ciertamente no estaban a la altura de la situación.
En realidad, bajo esa apariencia de altivez este Maestro era muy humilde, incluso todas las noches en secreto se inclinaba a orar hasta las lágrimas por sus discípulos, implorando que fueran disimuladas sus faltas, y recompensados con la oportunidad de cultivar la virtud. Su conducta externa era sólo eso: exterior; interiormente estaba completamente desapegado de esta altivez. ¿Porqué el Maestro no sacaba a la vista esta humildad? Porque sus discípulos hubiesen hecho de la humildad una santurronería consagrada a disimular su hipocresía, lo cual les hubiera resultado más dañino que la arrogancia. La falsa humildad es mucho peor que la arrogancia.
En pago a esto, la mayoría jamás entendió el mensaje, y se dedicaban a imitarlo externamente, comportándose de manera altiva, despectiva y arrogante y su blanco fueron los discípulos más nuevos o jóvenes, incluso llegaron a formar elites según la antigüedad que tenían con el maestro, y aún peor, según su capacidad económica. Llegaban así a aseverar cosas del tipo: "Sólo puedes avanzar en el camino si al menos llevas 20 años con el Maestro" o "La prueba de que estás avanzando en el camino la encontrarás cuando tu billetera engorde, y tengas una gran empresa, y te pagues los viajes para acompañarlo como un cortesano a todas partes en donde enseña el Viejo".
La verdad es que no querían ver o comprender que sólo un pésimo estudiante puede pasar 20 años estudiando lo mismo; y que la cercanía al Maestro sólo les está permitida a los más duros de entendederas, pues los más listos entienden todo con un gesto, una palabra e incluso a algunos sólo les basta el lenguaje del corazón y por tanto un viaje de 12.000 km no es más que un desperdicio de recursos y una pérdida irrecuperable de tiempo; ellos no estaban interesados en el trabajo sobre sí mismos, ni en el conocimiento, ni en cultivar una forma de "Ser"; sino en fomentar la autoimportancia y las relaciones y niveles sociales; y de muy buena gana este Maestro se habría librado de semejante hato de Dumbos, a no ser porque les había dado su palabra cargando con el pesado compromiso de enseñarles.
Retomando la historia, el Dumbo servilmente le dijo: "Hay algunos de nosotros, Oh Gran Sabio, que hemos estado tratando de seguir el Camino del Conocimiento durante toda nuestra vida. Nos estamos haciendo viejos y sentimos que debemos decirte desde lo más profundo de nuestro corazón que necesitamos indicaciones más claras acerca de cómo deberíamos proceder".
El Viejo Sabio dio un largo suspiro de resignación, pues como es de imaginar, conocía lo que ocultaban sus pechos, y limpiamente contestó: "Vengan conmigo a la orilla del mar, y les mostraré algo que les dirá todo, pero no sé si están en condiciones de oírlo".
En la playa cubierta de piedras, los cantos rolados llegaban y se alejaban involuntariamente con el incesante vaivén de las olas, en medio del sordo tronar submarino. El Viejo tomó una del agua y preguntó al discípulo: "¿Cuánto tiempo ha estado esta piedra aquí?"
El hombre dijo: "Está bastante gastada, y empequeñecida; debe haber estado dando vueltas en este lugar por muchos milenios".
"Ahora", dijo el Sabio, "tómala, pártela y dime qué encuentras".
Rompieron la piedra y vieron que adentro había más de lo mismo de lo que había fuera.
"Observen que a pesar de haber estado sumergida en el océano por incontables años, la médula de esta piedra está tan seca como si nunca hubiera estado siquiera cerca del agua.
"Ustedes, gente, son como esta piedra. Rodeados de sabiduría, con vuestra necedad, impaciencia, voracidad autoimportancia y avaricia impiden que ella los penetre. Pero hay un talismán que permitirá que la cualidad transformadora de la enseñanza se difunda en lo más profundo de vuestro ser; a diferencia de esta piedra, que no tiene oportunidad alguna.
Esta cualidad es la contención de los impulsos y pareceres personales, la constancia en el trabajo y la honestidad para consigo mismos y para con el objeto de su búsqueda; estos tres elementos ustedes los llamarán tres cualidades separadas, pero en realidad forman parte de una sola. Ven esta cualidad como múltiple pues vuestro ser interior está fragmentado".
Dicho esto, llevó a sus seguidores hasta una colina que daba al mar, en donde a pesar de la aridez del lugar, solitario en medio de las cambiantes y nómades dunas de arena, un magnífico árbol arraigado firmemente se elevaba hacia el cielo.
"Este árbol puede vivir y crecer alto y lleno de ramas y frutos en donde ningún otro puede hacerlo. Esto es posible para él solamente porque ha hecho valiosos esfuerzos, signados por la cualidad interior de la semilla que le dio nacimiento, para penetrar sus raíces profundamente en la tierra a fin de encontrar agua, hasta llegar a la fuente de vida, el manantial que corre oculto, por debajo de toda esta aridez.
Aprendan la lección, mis amigos".