La consciencia de ser se asoma a su existencia temporal, como oportunidad de saber de si mismo, al menos una porción de sus infinitas posibilidades de expresión. Paso a paso, mirada a mirada, el ser se encanta en sus múltiples reflejos en el espejo de la existencia.
Con el nacimiento de la forma, del cuerpo, son muchos los condicionamientos que la educación va dejando impresos en nuestro enfoque, limitando la comprensión. Por ejemplo, el pecado. El sentimiento de culpa es algo de lo que se apropian las maquinarias del poder como instrumento manipulador, desviando su inicial significado. En griego, pecado significaba errar el blanco. La educación yerra el blanco desde su inicio, ya que de antemano nos obliga a definirnos como un alma individual que nace en pecado, en error, como si tomar forma fuera un error. Como si revestirse de carne fuera el primer pecado, siempre entendiendo que pecado es algo por lo que hay que castigarse.
Esto, al obligar la iniciación mucho antes de que la racionalidad aparezca en el niño, antes de que suceda efectivamente el pecado o error de identificarse conscientemente con el cuerpo y sus limitaciones, impide que el niño crezca en la realización que le es propia y que no es sino vivir en la felicidad de expresión que significa su venir a Ser o existencia. Algo como una iniciación de su camino por la vida de la plenitud, queda enturbiado por la razón humana que se expresa en sus mayores y que ya está contaminada por su deseo de poder y logro. En vez de abrir los ojos a la belleza, se tapan estos con el vendaje del ego que ha de construirse para sobrevivir socialmente.
¿Acaso no es por tener manos que se puede acariciar a un ser querido o un cachorro, y por tener piel es que se puede sentir la dulzura de ese amor? ¿No es por el sentido de la vista que se percibe la inmensidad del universo, las estrellas y el cosmos, los colores que se despliegan en el arco-iris del paisaje? El oído, aparte de permitir el sentido de orientación en el espacio, nos deleita con melodías, el susurro mismo de la existencia.
La existencia es la manifestación de Si mismo, oportunidad para saberse ser y gozar su propia expresión. Así, tener forma no es una limitación para la felicidad de ser. Son las ideas que hemos aceptado como ciertas indicaciones de una verdad manipulada e incomprendida, que desde la niñez nos han sido inyectadas, las que modelan un deber ser y un comportarse que atienda a la socialización adecuada, libre de los impulsos aún pasionales como residuos de una evolución animal instintiva de supervivencia.
Son muchas las semillas que cargamos en la mochila para este viaje por el presente intervalo de conciencia. Genéticas, ambientales, sociales, culturales. Y se van agregando nuevas semillas con cada interpretación que se hace de las experiencias que vamos fotografiando en nuestro paseo por el paisaje del tiempo. Las impresiones ocurren pero para más lastre, cada semilla o impresión queda barnizada con una interpretación racional que las juzga, formándose un pañuelo de ideas con el que vendamos la mirada, inicialmente limpia, del venir a existir.
Habiendo sido velados por tantas ideas, incrustaciones de ellas en la psique que se repiten como un carrusel teórico en nuestra frente, la labor consiste en desaprenderlas. Se confunde creyendo que se llega a una amplitud de conciencia debido a una acumulación de información, que equivocadamente llamamos conocimiento. Ningún conocimiento teórico puede ser más preciado que el conocimiento de si mismo que está aquí desde siempre, en el solo hecho de ser capaces de observar y tomar conciencia de la película de la existencia, de la respiración y de la luz misma que ilumina el show. ¿Quién mira este espectáculo? Siempre yo. Soy lo que mira, no lo mirado. Lo mirado es de mí, como el aroma de una flor… mi emanación. El conocimiento intuitivo, inmanente, de Si mismo, es una fuente inagotable de inspiración.