El templo
había estado sobre una isla, dos millas mar adentro. Tenía
un millar de campanas. Grandes y pequeñas campanas, labradas
por los mejores artesanos del mundo. Cuando soplaba el viento o
arreciaba la tormenta, todas las campanas del templo repicaban al
unísono, produciendo una sinfonía que arrebataba a
cuantos la escuchaban.
Pero, al
cabo de los siglos, la isla se había hundido en el mar y, con
ella, el templo y sus campanas. Una antigua tradición afirmaba
que las campanas seguían repicando sin cesar y que cualquiera
que escuchara atentamente podría oírlas.
Movido por
esta tradición, un joven recorrió miles de millas,
decidido a escuchar aquellas campanas. Estuvo sentado durante días
en la orilla, frente al lugar en el que en otro tiempo se había
alzado el templo, y escuchó, y escuchó con toda
atención. Pero lo único que oía era el ruido de
las olas al romper contra la orilla. Hizo todos los esfuerzos
posibles por alejar de sí el ruido de las olas, al objeto de
poder oír las campanas. Pero todo fue en vano; el ruido del
mar parecía inundar el universo.
Persistió
en su empeño durante semanas. Cuando le invadió el
desaliento, tuvo ocasión de escuchar a los sabios de la aldea,
que hablaban con unción de la leyenda de las campanas del
templo y de quienes las habían oído y certificaban lo
fundado de la leyenda. Su corazón ardía en llamas al
escuchar aquellas palabras... para retornar al desaliento cuando,
tras nuevas semanas de esfuerzo, no obtuvo ningún resultado.
Por fin decidió desistir de su intento. Tal vez él no
estaba destinado a ser uno de aquellos seres afortunados a quienes
les era dado oír las campanas. O tal vez no fuera cierta la
leyenda. Regresaría a su casa y reconocería su fracaso.
Era su último día en el lugar y decidió acudir
una última vez a su observatorio, par decir adiós al
mar, al cielo, al viento y a los cocoteros. Se tendió en la
arena, contemplando el cielo y escuchando el sonido del mar. Aquel
día no opuso resistencia a dicho sonido, sino que, por el
contrario, se entregó a él y descubrió que el
bramido de las olas era un sonido realmente dulce y agradable. Pronto
quedó tan absorto en aquel sonido que apenas era consciente de
sí mismo. Tan profundo era el silencio que se producía en
su corazón...
¡Y
en medio de aquel silencio lo oyó! El tañido de una
campanilla, seguido por el de otra, y otra, y otra... Y en seguida
todas y cada una de las mil campanas del templo repicaban en una
gloriosa armonía, y su corazón se vio transportado de
asombro y de alegría.
(Autor desconocido. Tomado del libro "El Canto del Pájaro" Anthony de Mello)