Había, una vez, un sabio maestro que paseaba por un bosque con su fiel discípulo. Vio, a lo lejos, un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante el camino le comentó al aprendiz sobre la importancia de visitar a la gente, de conocer personas, y las oportunidades de aprendizaje que tenemos de estas experiencias. Cuando llegaron al lugar, comprobaron la pobreza en que vivía aquella familia, un matrimonio con tres hijos, en una casa de madera muy deteriorada, vestidos con ropas sucias y rotas, y descalzos.
El maestro le preguntó al padre de familia:
-¿Qué es lo que hacen para sobrevivir? ¿ trabajan la tierra ?
El señor calmadamente respondió:
- No trabajamos en nada, amigo. Tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o cambiamos por otros alimentos, en la ciudad vecina, y con la otra parte producimos queso, cuajada, etc., para nuestro consumo; y así es como vamos sobreviviendo, sin necesidad de trabajar.
El sabio contempló aquel lugar, durante un breve espacio de tiempo, agradeció la información, se despidió y siguió andando con su discípulo, en silencio.
Al cabo de un rato, se volvió hacia su fiel discípulo y le ordenó:
- Vuelve, busca la vaquita, llévela al precipicio de allí enfrente y empújela al barranco.
El joven se quedo perplejo ante la orden que le daba su maestro. ¿Cómo iba a despeñar la vaquita por el barranco, si era el único sustento de aquella familia? ¿Había perdido el juicio? Así se lo manifestó a su maestro, pero éste siguió andando, en el más absoluto silencio, sin tan siquiera mirarle. Entendió que la orden era irrevocable. Volvió, encontró la vaquita y, sin entender nada, la precipitó por el barranco, tal y como ordenara su maestro, y la vió morir. Nunca olvidaría aquella escena que quedó grabada en su memoria para siempre.
Un día, pasados algunos años, el joven, agobiado por la culpa, resolvió abandonar a su maestro y todas su enseñanzas y regresar a aquel lugar, contarle todo a la familia, pedir perdón y ofrecerles su ayuda para compensarlos por el mal que les había hecho.
Así lo hizo, y, a medida que se aproximaba al lugar, lo iba viendo todo muy cambiado. La mísera cabaña había desaparecido y, en su lugar, había una magnífica casa, con una chimenea humeante, rodeada de un huerto muy bien cultivado, con árboles cargados de frutos, y con un jardín donde jugaban algunos niños.
El joven se sintió triste y desesperado al pensar que aquella humilde familia, al quedarse sin su vaquita, hubiese tenido que vender el terreno para sobrevivir, marchándose a otro lugar. ¿Habría llegado tarde? Aceleró el paso y, a su llegada, lo recibió un señor muy amable, a quien el joven preguntó por la familia que vivía allí, hacía unos cuatro años. El señor respondió que seguían viviendo allí. El joven entró rápido en la casa y confirmó que era la misma familia que visitó, hacía algunos años, con el maestro. Sin entender, preguntó al señor (el dueño de la vaquita):
- ¿Qué hizo para mejorar este lugar y cambiar de vida?
El señor entusiasmado le respondió:
-Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió. Desde entonces, nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas, buscar otros medios de vida y desarrollar otras capacidades. Aquella desgracia cambió nuestra vida, al descubrir lo que éramos y las habilidades que teníamos por desarrollar.
Aquel discípulo volvió con su maestro y permaneció a su lado, creciendo en sabiduría.
(Autor desconocido. Nueva redacción)