EL PERRO DEL ALQUIMISTA


  


Había, una vez, un alquimista negro llamado Zhou Zhou  que, en  cierta ocasión, atrapó a un perro callejero y le enseñó a comprender el lenguaje humano. 


Era un perrillo negro y feo, y a nadie le agradaba su presencia, pero Zhou Zhou lo llevaba consigo a todas partes. El perrillo ladraba, movía el rabo, se comía las mondas o las golosinas que le arrojaban, y nadie sabía que era capaz de comprender el lenguaje de los hombres y que todo lo que oía se quedaba grabado en su memoria. 

Zhou Zhou llevó a su perrillo a una casa del mundo flotante. El animal se iba paseando por las diferentes habitaciones y escuchaba las conversaciones filosóficas y también las cosas que se decían los hombres y las mujeres, cuando se abrazaban sobre la esterilla. Había muchos altos funcionarios, poetas y administradores que acudían a aquella casa, y Zhou Zhou estaba seguro de que el perro había escuchado disertaciones inolvidables, o incluso secretos de estado. 

En otra ocasión lo llevó al palacio de la Garza Blanca, donde vive la sobrina del emperador, y le dejó que vagara por los balcones, que entrara en el gineceo y que escuchara todas las conversaciones prohibidas a los oídos de los hombres.

El perro parecía triste y alicaído, y entonces Zhou Zhou le enseñó a hablar.

-Ahora cuéntame lo que has oído,  le dijo el alquimista.

-Es demasiado triste, dijo el perro. Para un perro, los hombres sois tan parecidos entre sí como una gota de agua a otra. Entonces, ¿por qué os odiáis tanto los unos a los otros? ¿Por qué os tenéis tanto miedo?

-¿Eso es todo lo que tienes que decirme?,
dijo el filósofo airado.

-No, hay otra cosa más,
dijo el perro. Por favor, vuélveme a mi condición original.


Fuente: ORIENTALIA 

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