El Maestro lo alzó con enorme ternura y le hizo volverse hacia los sauces que se extendían hasta el río.
- ¡Mira! ¡Mira a tu alrededor y contempla la infinita sucesión de vida que alberga este jardín...
Llegará el otoño y parecerá que los arces pierden su belleza, que las vides se retuercen después de habernos entregado sus frutos, que hasta los bambúes pierden hojas que se pudrirán transformadas en mantillo vivificador.
Mira, hermano, mira el fin del mundo, en cada día y a cada instante. Nada muere, todo se transforma. Lo que parece muerte no es más que un aspecto, un estadio, una dimensión de la vida.
Mira tu piel, siente tus pulsos, no hay en ti una sola célula que haya estado en el vientre de tu madre.
Todo se mueve, todo danza, todo vibra. No hay muerte como fin absoluto sino transformación perenne.
El joven monje rompió a llorar y el Maestro se lo entregó a Ting Chang, al médico amigo y taumaturgo. Cuando, al atardecer, caminaban los tres por el sendero hacia el estanque de las carpas, el Maestro preguntó al noble Ting Chang.
- ¿Qué le has recetado, sanador de enfermos?
- Que practique taichí chuang con el buen maestro Teng Siao, que habita en este monasterio. Que coma mejor y que procure dormir bien por las noches con una infusión de valeriana.
- Bien hecho, y ¡que se divierta!, en el auténtico sentido de la expresión. Que gire y se transforme. Que se deje convertir... No es fácil encontrar remedio a los problemas de la mente precisamente en un monasterio - comentó el Maestro mientras arreglaba un recoveco del estanque para facilitar el invierno a las carpas doradas.
Fuente:
La Comunidad, Jubilateria
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