RECHAZO AL DOLOR


Hoy impera en todas partes una algofobia o fobia al dolor, un miedo generalizado al sufrimiento. También la tolerancia al dolor disminuye rápidamente. La algofobia acarrea una anestesia permanente. Se trata de evitar todo estado doloroso. Entre tanto también las penas de amor resultan sospechosas. La algofobia se extiende al ámbito social. Cada vez se deja menos margen a los conflictos y las controversias, que podrían provocar dolorosas confron­taciones. La algofobia domina también la política. (...). En lugar de discutir y luchar por alcanzar argumentos mejo­res, uno cede a la presión del sistema. Se está propagan­do y asentando una posdemocracia que es una democracia paliativa.
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La algofobia actual se basa en un cambio de paradig­ma. Vivimos en una sociedad de la positividad que trata de librarse de toda forma de negatividad. El dolor es la negatividad por excelencia. Incluso la psicología obedece a este cambio de paradigma y pasa de la psicología nega­tiva como “psicología del sufrimiento” a una “psicología positiva” que se ocupa del bienestar, la felicidad y el optimismo. Hay que evitar los pensamientos negativos y reemplazarlos sin demora por ideas positivas. La psicología positiva so­mete incluso el dolor a una lógica del rendimiento. La ideología neoliberal de la resiliencia toma las experiencias traumáticas como catalizadores para incrementar el rendimiento. Se habla incluso de “crecimiento postraumáti­co”. El entrenamiento de la resiliencia como ejercicio de fuerza psicológica tiene por función convertir al hombre en un sujeto capaz de rendir, insensible al dolor en la medida de lo posible y continuamente feliz.

La misión de la psicología positiva de proporcionar fe­licidad está íntimamente ligada a la promesa de un oasis de bienestar permanente que se pueda crear a base de medicamentos. La crisis de opioides en Estados Unidos tiene un carácter paradigmático. La codicia material de la industria farmacéutica no es la única causa de esa cri­sis, que más bien obedece a un fatídico supuesto acerca de la existencia humana. Solo una ideología del bienestar permanente puede conducir a que unos medicamentos que originalmente se empleaban en la medicina paliativa pasaran a administrarse a gran escala también en perso­nas sanas. No es casual que, hace ya décadas, el algólogo experto en dolor estadounidense David B. Morris co­mentara: “Los norteamericanos actuales probablemente forman parte de la primera generación en la Tierra que considera la existencia sin dolor una especie de derecho constitucional. Los dolores son un escándalo”.

La sociedad paliativa coincide con la sociedad del ren­dimiento. El dolor se interpreta como síntoma de debilidad. Es algo que hay que ocultar o eliminar optimizándo­lo. Es incompatible con el rendimiento. La pasividad del sufrimiento no tiene cabida en la sociedad activa domi­nada por las capacidades. Hoy se priva al dolor de toda posibilidad de expresión. Está condenado a enmudecer. La sociedad paliativa no permite dar vida al dolor ni ex­presarlo lingüísticamente convirtiéndolo en una pasión.

La sociedad paliativa es además una sociedad del “me gusta”. Es víctima de un delirio por la complacencia. To­do se alisa y pule hasta que resulte agradable. El like es el signo y también el analgésico del presente. Domina no solo los medios sociales, sino todos los ámbitos de la cul­tura. Nada debe doler. No solo el arte, sino la propia vida, tiene que poder subirse a Instagram, es decir, debe care­cer de aristas, conflictos y contradicciones que pudieran ser dolorosos. Olvidamos que el dolor purifica, que opera una catarsis. La cultura de la complacencia carece de la posibilidad de catarsis, y así es como uno se asfixia entre las escorias de la positividad que se van acumulando bajo la superficie de la cultura de la complacencia.
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La cultura de la complacencia tiene causas muy varia­das. En primer lugar, se explica por la comercialización y mercantilización de la cultura. Los productos culturales están cada vez más sometidos a la presión del consumo. Tienen que asumir una forma que los haga consumibles, es decir, agradables. Esta conversión de la cultura en eco­nomía viene acompañada de la conversión de la economía en cultura. Se añade a los bienes de consumo una plusvalía cultural. Prometen vivencias culturales y estéticas, de mo­do que el diseño pasa a ser más importante que el valor de uso. La esfera del consumo invade la esfera cultural. Los bienes de consumo se presentan como obras de arte. De esta manera se mezclan las esferas del arte y del consu­mo, lo que acarrea que el arte se sirva por su parte de la estética del consumo. Se vuelve agradable. La conversión de la cultura en economía y la conversión de la economía en cultura se potencian mutuamente. Se borra la separa­ción entre cultura y comercio, entre arte y consumo, en­tre arte y propaganda. Incluso los propios artistas se ven forzados a registrarse como marcas. Se ajustan al merca­do y se vuelven complacientes para resultar agradables.

(Byung-Chul Han (Seúl, 1959), filósofo y ensayista, da clases en la Universidad de las Artes de Berlín. Este extracto es un adelanto de ‘La sociedad paliativa’ (editorial Herder). Se publica el 20 de abril)

Artículo completo en El Pais

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