La extensión de una articulación es el efecto de expandirla como acto contrario al ejercicio de la contracción, el cual realiza la función natural de la articulación. En la extensión también intervienen músculos, los extensores. Es curioso que éste tipo de movimientos articulares, cuando se manifiestan, evocan la apertura del ser hacia el mundo. Los abrazos, alzar los brazos, señalar con el dedo indice, abrirse de piernas, todos son movimientos que implican extensión, expansión e ir más allá de uno mismo.
Rodolfo Buenaventura se estaba muriendo. Sus facciones se afilaban por momentos, los lóbulos de las orejas parecían largos y pesados mientras la nariz, que marcaba sus gestos decididos de antaño, desfiguraba el rostro llevándole hacia el mismo espejo adonde todos iremos a mirar. Sin embargo, mientras le acompañaba en su lecho, la imagen que me venia era la de sus ojos negros fulgurantes y vivos. Casi una mirada animal. Sus manos nudosas ya las conocí sanas. Había alzado justo después del nacimiento – extendiendo los hombros y los brazos- a cada uno de sus hijos al cielo. Usurpaba al recién nacido de las manos de la matrona para susurrarle al oído, lo que él llamaba, el verdadero sentido de la vida. Pues era eso lo que oían sus hijos nada más nacer. Nada de – hay que suturar, ni que niño más mono, ni cómo se va a llamar y todas esas palabras que determinan comenzar con mal pie.
Iba a morir y era un privilegio estar con él en la cabecera de su cama. ¡Tanto me había enseñado siendo su médico...! Tras cada visita, solía preguntarme a mí mismo si no era yo el enfermo.
El nivel de conciencia era muy bajo, apenas abría los ojos azuzado por mis palabras. Tomaba su mano y hablábamos por medio del tacto, una presión ínfima se convertía en una brisa, en viento, un vendaval de signos: ahí fue cuando comprendí que Roberto y yo conocíamos el peculiar lenguaje de los pájaros.
Cuando un águila alza el vuelo desde el andamio de los robles, el corazón de quién habla este lenguaje se para, durante diez o quince segundos, el tiempo de pasar al otro lado del río y deleitarse con la miel de las aguas y las flores que viven muertes y nacimientos instantáneos. Mientras, yaces muerto.
En diez segundos Roberto fue y volvió para pasarme por la piel a su mujer y sus siete hijos. Cómo la raptó, porque a una mujer que se ama hay que raptarla -decía-, porque el raptor está encendido por un corazón aventurero capaz de recrear mundos nuevo, para ella. El raptor es el raptado.
Me pasó a sus hijos, a cada uno de ellos. Me los mostró sobrevolando colmenas de miel, sin pararnos sobre ninguna. Me mostró su amante, que no lo era, porque no hay definición que ocupe amar toda la feminidad, en su verso y en su reverso, desde una mujer en particular. Roberto era capaz de zambullirse y salir indemne de los profundos negros lagos luneros femeninos, donde cualquier hombre hubiera dejado de serlo.
– Mórficos no- dijo. Me sobresalté, el aguila habia vuelto a posarse sobre la copa del roble. Volvió su respiración estertórea y entendí que me pedía paciencia. No se cuántos minutos, quizás pasaron horas, estuve con su mano asida con el anhelo de sentir una vez más, antes de la partida, los signos del lenguaje de los pájaros.
Pareció por un momento que su conciencia volvia y se corporizaba en un giro del cuerpo – la mano entrelazada con la mia- apoyándose sobre su costado derecho, murmuró unas palabras ininteligibles y extendió el dedo índice de su mano derecha.
Con parsimonia y sin tristeza, firmé el certificado. A la vuelta a casa, mi dedo índice, con un movimiento involuntario de extensión parecía querer decirme algo. Otra vez volvía el lenguaje de los pájaros.
Autor: Alfonso Segura
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