Cuanto más se medita, mayor es la capacidad de percepción y más fina la sensibilidad, eso puedo asegurarlo.
Se deja de vivir embotado, que es como suelen transcurrir nuestros días. La mirada se limpia y se comienza a ver el verdadero color de las cosas.
El oído se afina hasta límites insospechados, y empiezas a escuchar —y en esto no hay ni un gramo de poesía— el verdadero sonido del mundo.
El oído se afina hasta límites insospechados, y empiezas a escuchar —y en esto no hay ni un gramo de poesía— el verdadero sonido del mundo.
Todo, hasta lo más prosaico, parece más brillante y sencillo.
Se camina con mayor ligereza.
Se sonríe con más frecuencia.
La atmósfera parece llena de un no se qué, imprescindible y palpitante.
¿Suena bien? ¡Excelente! Pero confieso que yo solo lo he experimentado durante algunos segundos y solo en contadas ocasiones. Normalmente estoy a la deriva: entre el que era antes de iniciarme en la meditación y el que empiezo a ser ahora.
«A la deriva» es la expresión más exacta: a veces aquí, meditando, a veces quién sabe dónde, allá donde me hayan llevado mis incontables distracciones. Soy algo así como un barco, y más una frágil barquichuela que un sólido trasatlántico. El oleaje juega conmigo a su capricho, pero de tanto como estoy mirando cómo vienen y se van esas olas,
la verdad es que estoy empezando a transformarme en el oleaje mismo y a no saber qué ha sido de mi pobre barquichuela. Hasta que, efectivamente, la encuentro: «Sí, ahí está», me digo entonces. «A la deriva». Cada vez que monto en esa barquichuela, dejo de ser yo; cada vez que me arrojo al mar, me encuentro.
Pablo dOrs en Biografia del Silencio
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