Poco o nada se sabe de Chuang-Tzu, salvo las anécdotas, discursos y ensayos que aparecen en su libro (que ostenta también el nombre de su autor). Chuang-Tzu vivió a mediados del siglo IV antes de Cristo, en una época de intensa actividad intelectual y de gran inestabilidad política.
Como en el caso de las repúblicas italianas del Renacimiento o de las ciudades griegas de la época clásica, las querellas que dividían a los príncipes y a los pequeños Estados corrían parejas con la fecundidad de los espíritus y con la originalidad y valentía de la especulación. A grandes males, grandes remedios. Un poco más tarde los Ch'in (221-206 a. C.) unificaron al país y fundaron el primer Imperio histórico. Desde entonces, hasta, la caída de la última dinastía en nuestro siglo, China vivió de las ideas inventadas en el periodo de los Reinos Combatientes. Durante dos milenios no hizo más que perfeccionarlas, podarlas, extenderlas o adaptarlas a las condiciones y circunstancias históricas.
La filosofía, o mejor: la moral -y mejor aún: la política- de Confucio (KungFu-Tzu) y sus grandes sucesores (Mo-Tzu o Mencio) fueron el fundamento de la vida social; sus principios regían lo mismo la vida de la ciudad que la de la familia. Pero la ortodoxia confuciana no dejó de tener rivales; los más poderosos fueron el taoísmo y, más tarde, el budismo. Ambas tendencias predican la pasividad, la indiferencia frente al mundo, el olvido de los deberes sociales y familiares, la búsqueda de un estado de perfecta beatitud, la disolución del yo en una realidad indecible. A diferencia del budismo -corriente de fuera- el taoísmo no niega al yo ni a la persona; al contrario, los afirma ante el Estado, la familia y la sociedad. El taoísmo es unidisolvente. No es extraño que los confucionistas lo viesen como una tendencia antisocial, enemiga de la sociedad y del Estado. En el taoísmo hay una persistente tonalidad anarquista.
Los padres del taoísmo (Lao-Tzu y Chuang-Tzu) recuerdan a veces a los filósofos presocráticos; otras, a los cínicos, a los estoicos y a los escépticos. También, ya en la edad moderna, a Thoreau. Lejos de perderse en las especulaciones metafísicas del budismo, los taoístas no olvidan nunca al hombre concreto que, para ellos, es el hombre natural. Sus emblemas son el pedazo de madera sin tallar y el agua, que adquiere siempre la forma de la roca o del suelo que la contiene.
El hombre natural es dúctil y blando como el agua; como ella, es transparente. Se le puede ver el fondo y en ese fondo todos pueden verse. El sabio es el rostro de todos los hombres.
Octavio Paz en Chuang Tzu
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