Allá, en tierras lejanas, en la India, vivía, hace muchos años, un matrimonio que había trabajado duro, durante toda su vida, para sacar adelante su hogar, con sus tres hijos.
Lo habían conseguido, satisfactoriamente. Sus hijos tenían trabajo y ya estaban todos casados. Y sus nietos, crecidos.
Lo habían conseguido, satisfactoriamente. Sus hijos tenían trabajo y ya estaban todos casados. Y sus nietos, crecidos.
El matrimonio, ya ancianos, contemplaban satisfechos su obra concluida. Y, ahora, siguiendo una tradición india, entregaron sus bienes a sus hijos y, libres de ocupaciones y apegos, decidieron dedicar el resto de sus días a la búsqueda serena de la verdad y a la contemplación. Así, muy ligeros de equipaje, emprendieron su peregrinaje a los lugares y templos sagrados, buscando la paz interior.
Transcurrido un tiempo, un día, cuando se dirigían al santo monte Khailasa, el marido vió, en su lado del camino, un precioso diamante. Disimuladamente, colocó su pie sobre la brillante gema, por temor a que su esposa lo desease y se detuviera su evolución espiritual.
La mujer, que le seguía profesando el inmenso amor de toda una vida, lo tomo del brazo y, con infinita ternura, le dijo sonriendo:
- Marido y compañero de búsqueda, me pregunto por qué has renunciado a la vida en medio del mundo, si todavía eres capaz de distinguir entre un diamante y el polvo del camino.
La anciana lo atrajo hacia si, tomándole por la cintura. El la estrechó, tierna y calurosamente, contra su pecho, pasándole el brazo sobre los hombros, mientras emprendían, sonrientes, el camino hacia su hogar.
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