LOS REYES MAGOS.

Cuento navideño para adultos


Mi padre, que quería hacerse perdonar después de no sé qué lío con su secretaria, nos invitó a toda la familia, durante las vacaciones de Semana Santa, a hacer un viaje por Egipto, donde visitamos, entre otras maravillas, las pirámides de Giza, el Valle de los Reyes y la necrópolis de Dahshur.

Y eso fue un error por su parte, enseñarnos Egipto (mi madre diría que también lo del dichoso lío con la secretaria), porque allí descubrimos en toda su dimensión a los impresionantes camellos (llegamos a montar en un par de ellos). Así que después de ver tan cerca a estos mamíferos, a los cuales, por cierto, ya habíamos estudiado en el colegio, me resultó de lo más sospechoso que mis padres nos animaran en la noche del 5 de enero a mi hermana Rosa y a mí a que nos acostáramos pronto en previsión de que el rey Baltasar nos iba a visitar de madrugada, a lomos de su camello, para dejarnos valiosos regalos traídos desde Oriente.

A mi hermana, que solo tenía cuatro años, le hizo mucha ilusión la noticia, pero a mis nueve años ya había cosas que me costaba creer. Así que me dormí sin concederle demasiada importancia al asunto. Al levantarnos íbamos a tener regalos en el comedor. Estupendo, pues. No era relevante quién se iba a encargar de traerlos, y menos aún si venían de Oriente o de algún centro comercial…

Pero no iba a ser tan sencillo: en plena madrugada unos gritos atronadores que procedían del vestíbulo nos despertaron a mi hermana y a mí. Resulta que el camello se había quedado atascado en el quicio de la puerta y tanto él como el rey Baltasar no dejaban de soltar alaridos, con el consiguiente cabreo del resto de los vecinos, que subieron muy enfadados hasta nuestro piso para saber qué demonios estaba ocurriendo.

Y así estuvimos, durante al menos un par de horas, completamente desesperados, con los bomberos tratando de desatascar al sufrido animal bajo la atenta mirada de un grupo de curiosos que no paraban de hacer preguntas. Mi madre, tan servicial, se mostraba apenada de que nuestros visitantes ni siquiera hubieran podido degustar la mandarina, el turrón y el vaso de leche que había dejado para ellos en la mesita del salón. Por otra parte, un agente de Inmigración le preguntó de malos modos al rey Baltasar si tenía los papeles, y otro del SEPRONA insistía en pedirle las vacunas del camello y el chip de identificación. “¿O es que se cree que uno puede desplazarse en camello sin tener todos los trámites en regla?”.

Y como todos discutían por detalles nimios, pero nadie se extrañó de que un rey negro venido de Oriente y un camello de notables dimensiones tratasen de colarse en plena madrugada en un decimotercer piso del madrileño barrio de Chamberí, llegué a la conclusión de que no tenía sentido que yo fuera tan escéptico con las narraciones familiares. Decidí que a partir de ese momento confiaría más en lo que me contasen mis padres, pues no eran tan fabuladores como yo había pensado, y de paso me comprometí a transmitirle a Rosa ese espíritu navideño que casaba tan bien con su inocencia.

Tanto es así, que durante algún tiempo mi pequeña hermana siguió creyendo que los Reyes Magos proceden de Oriente, los niños vienen de París, y mi padre y la secretaria tan solo eran buenos amigos.

Francisco Rodríguez Criado



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