Una historia cuenta que había un monasterio, en un remoto lugar, en el que sólo habitaban cuatro monjes ancianos. En otros tiempos, había sido un lugar de gran riqueza espiritual con una gran comunidad que incluía eruditos, maestros y monjes contemplativos. Había sido un lugar famoso por su poder y silencio; sin embargo, se había ido apagando y llevaba camino de desaparecer en pocos años, cuando los últimos monjes de tan glorioso pasado abandonaran su envoltura terrenal.
Los monjes estaban preocupados y no encontraban solución. A pesar de sus intentos, habían sido incapaces de atraer a la gente; nadie pasaba por allí y los que, por casualidad o por equivocación, se acercaban al monasterio se despedían sin ningún interés. Habiendo agotado sus ideas, en una de sus reuniones decidieron ir a pedir ayuda. Habían oído hablar de un santo ermitaño que vivía retirado en las montañas y, no sin cierta reticencia, decidieron ir consultarle.
Uno de los monjes hizo el viaje, llegó a las montañas y, tras perderse varias veces, consiguió dar con el ermitaño que ya era mucho más mayor que él mismo y cualquiera de sus compañeros en el monasterio.
Cuando el monje le planteó el problema, el ermitaño se quedo callado mirándole fijamente, con una expresión de incredulidad. El ermitaño no decía nada, sólo le observaba fijamente con su mirada cristalina. El monje, que no podía evitar que le inundara una gran serenidad en presencia del ermitaño, esperó pacientemente.
El ermitaño, que tenía sus propios tiempos, finalmente le dijo: “Uno de vosotros ha logrado la santidad”.
No hubo más respuestas, no hubo consejos ni estrategias y el monje se tuvo que ir sin más; aunque se llevaba la absoluta certeza de que las palabras del ermitaño eran ciertas.
De regreso al monasterio, comentó a sus compañeros el viaje y las palabras del ermitaño. Sintieron que habían agotado la última esperanza de salvar al monasterio; sin embargo, al mismo tiempo, no podían ignorar la afirmación del ermitaño de que uno de ellos era un santo. No sabían a quién se refería, puesto que cada uno negaba que fuera él, de modo que, al no saber quién podía ser, cada uno empezó a tratar a cada uno de los demás con un especial respeto, amor y consideración. Apartaron las rencillas, resentimientos y desencuentros del pasado y, en poco tiempo, se implantó un ambiente de compasión, fidelidad y armonía en el monasterio.
Pasaron los meses y, un día, alguien se perdió y acabó en el monasterio. Tuvo que quedarse una noche y sintió tanta paz y armonía en el lugar que se sorprendió de que nadie lo conociera. Empezó a difundir su existencia, y empezó a llegar gente. Se sentía un ambiente tan sereno y profundo que algunos empezaron a quedarse y, con el tiempo, todo empezó a florecer de nuevo. Así, se convirtió de nuevo en un lugar de peregrinación y alimento espiritual.
La moraleja de la historia es que la compasión transforma, sana y nutre.
No importaba si uno de los monjes era un santo o no. Lo que importante era crear un ambiente de compasión. Esto es lo que necesitamos, esto es lo que el mundo necesita. La vida puede llegar a ser muy complicada. La compasión crea un campo gravitatorio que nos ayuda y nos protege de la desdicha y los apuros.
Fuente: Escuela de Meditación
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