Cuentan que, en una ocasión, un león se aproximó hasta un lago de aguas cristalinas para calmar su sed y, al acercarse, vio su rostro reflejado en ellas y pensó:
-¡Horror!, este debe ser el león tan temido del que hablan. Tengo que tener mucho cuidado con él.
Atemorizado, se retiró de las aguas, pero tenía tanta sed que, con mucha precaución, regresó nuevamente. Allí estaba, otra vez, el famoso león. ¿Qué hacer? La sed lo devoraba y no había otro lago cercano.
Retrocedió. Dió vueltas y vueltas y, unos minutos después, volvió a intentarlo y, al ver al león, abrió las fauces, amenazadoramente, pero, al comprobar que el otro león hacía lo mismo, salió corriendo aterrorizado.
Retrocedió. Dió vueltas y vueltas y, unos minutos después, volvió a intentarlo y, al ver al león, abrió las fauces, amenazadoramente, pero, al comprobar que el otro león hacía lo mismo, salió corriendo aterrorizado.
Pero ¡era tanta la sed! Lo volvió a intentar, varias veces, y siempre huía espantado.
Como la sed era cada vez más intensa, tomó finalmente la decisión de beber agua del lago, sucediera lo que sucediese.
Así lo hizo. Y al meter, resueltamente, la boca en el agua, ¡el león desapareció!
La vida nos enseña, constantemente, que:
Casi todos nuestros temores son imaginarios. Sólo cuando los enfrentamos desaparecen.
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