Que nada es estático o fijo, que todo es fugaz e impermanente, es la primera marca de la existencia. Es una realidad ineludible. Todo se encuentra en un proceso.
Todo —cada árbol, cada brizna de hierba, los animales, los insectos, los seres humanos, los edificios, cualquier ente animado e inanimado— está cambiando siempre, a cada momento. No necesitamos ser místicos o físicos para saberlo.
Sin embargo, en nuestra experiencia personal, nos resistimos a este hecho básico. Esta realidad significa que la vida no va a ser siempre como deseamos. Significa que nos ofrecerá tanto pérdidas como ganancias, pero a nosotros esto no nos gusta.
En una ocasión cambié de trabajo y de casa al mismo tiempo. Me sentí insegura, inestable y sin un suelo bajo mis pies. Deseando que me dijera algo que me ayudara a afrontar estos cambios, me quejé ante Trungpa Rimpoché diciéndole que tenía problemas con las transiciones. Él me miró con una expresión de no comprenderme y me dijo:
«Siempre estamos en una transición».
Y después añadió:
«Si te limitas a afrontar la situación de una manera relajada, no tendrás ningún problema».
Sabemos que todo es impermanente, que todo acaba agotándose. Aunque aceptemos esta verdad con el intelecto, emocionalmente nos produce una profunda aversión. Deseamos que todo sea permanente y esperamos que así sea.
Nuestra tendencia natural es buscar seguridad, creer que podemos encontrarla. Aunque experimentamos la impermanencia cada día como frustración, usamos nuestra actividad diaria para protegernos contra la fundamental ambigüedad de nuestra situación, gastando muchísima energía al intentar protegernos de la impermanencia y la muerte.
No nos gusta que nuestro cuerpo cambie de forma.
No nos gusta envejecer. Tememos las arrugas y la piel que cuelga. Usamos productos de belleza como si de verdad creyésemos que nuestra piel, nuestro cabello, nuestros ojos y nuestros dientes escaparán milagrosamente de la verdad de la impermanencia.
Las enseñanzas budistas aspiran a liberarnos de esta limitada forma de relacionarnos con el mundo. Nos animan a irnos relajando poco a poco y sin reservas ante la normal y obvia verdad del cambio.
Aceptar esta verdad no significa ver sólo el lado malo de las cosas, sino empezar a comprender que no somos los únicos que no controlamos nuestra vida. Dejamos de creer que existe gente que haya logrado escapar de la incertidumbre.
Pema Chödrön en Los Lugares que te asustan: convertir el miedo en fortaleza en tiempos difíciles
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