Si escuchar el silencio es un arte que requiere desarrollar una actitud contemplativa, manejar el silencio es más difícil aún que manejar la palabra. Por eso, un proverbio hindú dice: “Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio”.
Y aquella sentencia: “Cuando basta una palabra, evitemos el discurso; cuando basta un gesto, evitemos las palabras; cuando basta una mirada, evitemos el gesto y cuando basta un silencio, evitemos incluso la mirada”.
Y aquella sentencia: “Cuando basta una palabra, evitemos el discurso; cuando basta un gesto, evitemos las palabras; cuando basta una mirada, evitemos el gesto y cuando basta un silencio, evitemos incluso la mirada”.
Y es que, hacer un buen uso del silencio es una condición que sólo saben administrar y aplicar los sabios. Con razón se dice que después de la palabra no existe nada más poderoso, y que si con la palabra demostramos nuestra supremacía por encima de los animales, con el silencio podemos demostrarnos a nosotros mismos que somos mejores.
Efectivamente, el silencio puede querer decir: “estoy contigo”, “me hago cargo”, “no sé qué decirte, pero cuenta conmigo”. No digamos si el silencio va acompañado de una mirada cómplice o cariñosa, o compasiva; o si va acompañado de un gesto amable, de un abrazo sincero. Entonces, su poder se multiplica exponencialmente. Se convierte en palabra penetrante con poder de confortar y aliviar a quien se encuentra en medio del sufrimiento.
A responder con el silencio se puede también aprender. Seguramente la clave fundamental es el autocontrol emocional, la disciplina de los impulsos, la paz con la propia impotencia, la relativización del propio criterio, la empatía con el mundo interior ajeno.
Hay un tiempo para todo. También para callar. Así lo dejaba claro Calderón, en La vida es sueño: “Cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla”. Y no es simplemente quien calla, sino quien mejor calla, porque es claro que no siempre el silencio es la adecuada respuesta.
El silencio inoportuno
Si el silencio es elocuente, también puede ser escondrijo de la palabra debida. Puede ser el partido más seguro para el que desconfía de sí mismo. La falta de denuncia, de crítica oportuna, la ausencia de información, la conspiración de silencio, la callada por respuesta… son situaciones en las que no somos dueños de la comunicación y en las que el silencio es una falta a un deber.
No hay peor desprecio que no hacer aprecio, dice la sabiduría popular. Y así ocurre algunas veces con el silencio: que son falta de aprecio. Nietzsche lo decía así: “La manera más desagradable de replicar en una polémica es la de enojarse o la de callar, pues el agresor interpreta ordinariamente el silencio como un desprecio”. Sí, con él podemos huir de la conversación comprometida y escondernos tras la cómoda callada que ni arriesga, ni confronta, ni se mete donde puede incomodar pero, en ocasiones, ser necesario.
Y Santa Catalina de Siena protestaba contra esta actitud diciendo: “¡Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil lenguas! Porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!” Así están también algunas relaciones por falta de la oportuna palabra, de la solicitada palabra o del regalo –aunque incómodo, a veces- de la palabra.
En las relaciones de ayuda, contacto, mirada, palabra, silencio, son elementos de una sinfonía que puede tocar la melodía del ayudado o desafinar y convertirse en platillos que aturden.
Paradoja, contradicciones; temor o seguridad; refugio cálido e inexpugnable; amenaza o miedo… Cuán económico y normal es a veces, pero qué refinado y costoso puede llegar a ser… Cuánta paz puede procurar, pero qué afilado cuchillo es capaz de ser… En todo caso, seguro que es cierto que si la palabra es plata, el silencio es oro.
Fuente: Jose Carlos Bermejo
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