Había, una vez, un gusano y un escarabajo que eran amigos. Pasaban charlando horas y horas. El escarabajo era consciente de que su amigo era muy limitado en movilidad, tenía una visibilidad muy restringida y era muy lento y tranquilo, comparado con los de su especie.
El gusano era muy consciente de que su amigo pertenecía a otro ambiente, comía cosas que le parecían desagradables, era muy acelerado en su forma de vida, tenía una imagen grotesca y hablaba con mucha rapidez.
Un día, la compañera del escarabajo le cuestionó la amistad con el gusano
¿Cómo era posible que caminara tanto para ir al encuentro del gusano? A lo que él respondió que el gusano estaba limitado en sus movimientos.
¿Por qué seguía siendo amigo de un insecto que no le correspondía a los saludos efusivos que el escarabajo le hacía desde lejos? Esto lo entendía él y lo excusaba, ya que sabía de su limitada visión, muchas veces ni siquiera sabía que alguien lo saludaba y, cuando se daba cuenta, no distinguía si era a él para contestar el saludo. Sin embargo calló, para no discutir.
Fueron tantas las preguntas que cuestionaron su amistad con el gusano que, al final, lleno de dudas, decidió poner a prueba la amistad, dejando de visitarlo, y esperó a que el gusano lo buscara.
Pasó mucho tiempo, sin tener noticias del gusano. Un día, alguien le trajo la noticia: el gusano se estaba muriendo.
El escarabajo se puso en marcha, inmediatamente, sin tan siquiera avisar a su compañera. En el camino, varios insectos le contaron todo lo que había hecho el gusano, preocupado por saber qué le había pasado a su amigo. Cómo, cada día, emprendía el camino para llegar hasta su amigo y, como por la noche no veía, tenía que regresar, sin haberlo conseguido. Así, un día tras otro, haciendo un mayor esfuerzo para conseguirlo. Le contaron también cómo se exponía, día a día, para ir a dónde él se encontraba, pasando cerca del nido de los pájaros. De cómo sobrevivió al ataque de las hormigas, y otras muchas peripecias. Su organismo no había resistido tanto esfuerzo.
Llegó el escarabajo hasta el árbol en que yacía el gusano esperando pasar a mejor vida. Al verlo acercarse, con las últimas fuerzas de vida que le quedaban, le dijo cuánto le alegraba que se encontrara bien. Sonrió, por última vez, y se despidió de su amigo, lleno de paz y serenidad, sabiendo que nada malo le había pasado.
El escarabajo se sintió avergonzado de si mismo, por haberse dejado influenciar y haber dudado de la amistad del gusano. Se arrepintió de haber perdido tantas horas de alegría y bienestar que le proporcionaban las charlas con su amigo. Entendió que el gusano, siendo tan diferente, tan limitado y tan distinto de lo que él era, era su amigo, a quien respetaba y quería, no tanto por la especie a la que pertenecía sino por haberle ofrecido su amistad.
Regresó, triste y compungido, con lento caminar, meditando en lo que había aprendido, ese día:
Que la amistad está en ti, no en los demás, y si la cultivas en tu propio ser, encontrarás el gozo del amigo.
Que el tiempo y la distancia no destruyen una amistad, son las dudas y los temores propios los que la dañan.
Y que cuando pierdes un amigo una parte de ti se va con él.
El escarabajo murió, pasado un tiempo. Nunca se le escuchó quejarse de quien mal le aconsejó, pues fue decisión propia el poner en duda su amistad, y la vio escurrirse como agua entre los dedos.
La esencia del gusano y la del escarabajo se hicieron una, en el plano que se encuentra más allá de este mundo, volviendo al regocijo que en esta vida habían encontrado.
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