En una ocasión, un monje, de gran devoción e instruido, cruzaba un río en barca cuando, al pasar al lado de un pequeño islote, oyó una voz de un hombre que muy torpemente intentaba elevar unas plegarias. En su interior no pudo por menos que entristecerse. ¿Cómo era posible que alguien fuera capaz de entonar tan mal aquellos mantras? Tal vez aquel pobre hombre ignoraba que los mantras debían recitarse con la entonación adecuada, el ritmo y la musicalidad precisas, con la pronunciación perfecta.
Decidió ser generoso y, desviándose de su rumbo, se acercó al islote para instruir a aquel desdichado sobre la importancia de la correcta ejecución de los mantras. No en vano se consideraba un gran especialista y aquellos mantras no tenían para él ningún secreto.
Cuando arribó, pudo ver a un pobre andrajoso de aspecto sosegado cantando unos mantras con poco acierto. El monje, con serena paciencia, dedicó algunas horas a instruir minuciosamente a aquel hombre que, a cada momento, mostraba efusivas muestras de agradecimiento a su improvisado benefactor.
Cuando entendió que, por fin, sería capaz de recitar los mantras con cierta armonía, se despidió de él, no sin antes advertirle:
-Y recuerda, mi buen amigo, que es tal la potencia de estos mantras que su correcta pronunciación permite que un hombre sea capaz de andar sobre las aguas.
Apenas había recorrido unos metros con la barca, cuando oyó la voz de aquel hombre recitar los mantras aún peor que antes.
-Qué desdicha -se dijo a sí mismo-, hay personas incapaces de aprender nada de nada.
-Eh, monje -escuchó decir a su espalda, muy cerca de él, y, al volverse, vio al andrajoso que, caminado sobre las aguas, se acercaba a su barca, y le preguntaba:
-Noble monje, he olvidado ya tus instrucciones sobre el modo correcto de recitar los mantras. ¿Serías tan amable de repetírmelo de nuevo?
(Cuento oriental de autor desconocido)
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