Una vez, cuando tenías diez años, volviste de la escuela muy enfadada con la maestra. Tú, una alumna tan aplicada que siempre se lo sabía todo. Todo y todo.
–Me ha dicho que soy como un carro lleno, como una jarra llena, como una habitación llena –te quejaste–. Dice que no tengo espacio para nada más y que, así, no hay ninguna posibilidad de enseñarme.
Y te pusiste a llorar. Esperé que Kumiko acabara de abrazarte. Sabía que te consolaba y sin embargo, ¿recuerdas?, tú querías algo más, tú querías una explicación. ¿Por qué la maestra, que te quería tanto, consideraba que no podías aprender?
Te llevé al jardín. Te pedí que cogieras la regadera y que la llenaras de agua. Una vez que estuvo llena y cuando ya ibas a cerrar el grifo, te cogí las manos para dejar que el agua empezara a rebosar.
–Observa qué pasa –te indiqué.
Mirabas la regadera, y a mí.
No entendías nada, hasta que, de golpe, no habían pasado ni dos minutos, me sonreíste, cerraste el grifo y me abrazaste muy fuerte. Habías entendido sin explicaciones el principio del vacío.
La distracción, la desobediencia, el capricho, la impaciencia, el cansancio, el aburrimiento no permiten el vacío.
¿Y qué pasa con el agua estancada en la regadera? Que no se renueva.
¿Y qué pasa con el agua que no se renueva?
Que se pudre.
Y eso es lo que le explicaste a tu madre, muy animada, durante la cena.
Al cabo de pocos días, viniste con una felicitación de tu maestra.
¡Qué momentos aquellos! Los tres felices, por cosas pequeñas, cotidianas.
Qué cierto es que la vida es tránsito y que tenemos que entenderlo con el corazón. Amarlo. Agradecerlo. Cualquier otra posibilidad crea amargura, resentimiento, desesperación. Aferrarse a las cosas, los objetos, los hechos o las personas es ir directo hacia la crueldad.
Es así, Haru. Cuando la gente no quiere los cambios, comete barbaridades para evitarlos.
Flavia Company en su libro "Magokoro. Carta del padre de Haru"