Érase, una vez, un anciano monje, ciego desde hacía muchos años, que vivía en una pequeña y desvencijada cabaña de madera, al pie de una encrespada montaña, junto a una catarata que, cantando, daba nacimiento al río que regaba el gran valle. Muchos jóvenes discípulos acudían a aquel maestro, de serenidad y sabiduría inagotables, para calmar su sed de saber y de sentir, para iniciarse en el crecimiento o para vivir, sencillamente, su presencia..
Un día, con la primavera de estreno, a la salida del sol, como era su costumbre, salió el anciano maestro a dar su paseo matinal acompañado de uno de sus discípulos.
Iniciaron el descenso hacia el valle, sumidos en un profundo silencio que daba paso a aquella sinfonía que improvisaban los pájaros, con sublimes acordes, armonizando la nueva luz del día con todos los colores de la vida. El discípulo, embriagado de luz y de sonidos, miro a su maestro, con pena o compasión, pensando en lo que el ciego se perdía al no poder contemplar el espectáculo ofrecido por la naturaleza. Se sorprendió ante aquella serena sonrisa, iluminada por la luz del sol naciente, que resplandecía en el rostro del anciano, desbordante de paz y de alegría.
Iniciaron el descenso hacia el valle, sumidos en un profundo silencio que daba paso a aquella sinfonía que improvisaban los pájaros, con sublimes acordes, armonizando la nueva luz del día con todos los colores de la vida. El discípulo, embriagado de luz y de sonidos, miro a su maestro, con pena o compasión, pensando en lo que el ciego se perdía al no poder contemplar el espectáculo ofrecido por la naturaleza. Se sorprendió ante aquella serena sonrisa, iluminada por la luz del sol naciente, que resplandecía en el rostro del anciano, desbordante de paz y de alegría.
-Maestro, ¿qué veis, desde vuestra oscuridad?
-Nada, no veo nada... ¡ Siento! Que no es cuestión de ver, amigo mío, sino de sentir. Lo que tu ves, tan gozoso, lo ve mucha gente y no lo disfrutan, salvo que lo sientan. Disfrutamos, cuando sentimos. Y yo siento, aunque no veo. La naturaleza compensa. La falta de vista, posiblemente por aumentar nuestra atención, nos hace más sensibles a los olores, a los sonidos, a los sabores, a la suavidad del contacto con las hojas de los árboles y las plantas, a las caricias del viento. Disfruta de lo que estás viendo, de la vibración en ti del colorido y la música de esta mañana de primavera. Goza de la luz. Yo gozo del sonido. Gocemos los dos, en el silencio.
Continuaron paseando, ciego y lazarillo, pausadamente, por la senda que descendía hacia el valle, junto al río, entre helechos y romero, entre lirios e hinojos, dejándose acariciar por las suaves ramas de los sauces, y embriagados por el aroma de los cerezos en flor.
-Se piensa que quienes no vemos estamos en la oscuridad, y no es así necesariamente. No ver la luz no nos priva de crear imágenes. Yo creo mi primavera, igual que tu lo estás haciendo. Si, serán diferentes, por ser diferentes los creadores. No te extrañes de lo que te digo, es así. Lo que tu estás viendo lo estás creando, es tu primavera. Yo creo la mía. Su belleza no está fuera, sino dentro de nosotros. Creamos belleza, si hay belleza en nosotros, cuando la proyectamos desde nuestro interior. Veo la primavera que creo y no tengo límites en mi visión, en mi creación.
-Maestro, ¿me está diciendo que las cosas no están ahí, independientes de nosotros, que los pájaros no cantan, que el sol no está levantándose en el horizonte, proyectando su calor a la tierra, a nosotros ?
- Sí, y no. Las cosas están ahí, como dices, pero sólo si tu las miras o si yo las miro sintiéndolas. Si dejamos de mirarlas desaparecen. Están para ti, están para mi. Se pueden tocar, debemos tocarlas. Cuando las tocamos, recibimos su energía, su vibración, las conectamos con nuestra vibración, las armonizamos con nuestra energía, les damos vida, si estamos vivos. Si pasamos junto ellas sin mirarlas, sin escucharlas, sin sentirlas, les negamos la existencia, no están, no son. Las cosas no tienen vida sin nosotros. Somos dadores de vida, creadores. Incluso la tierra que pisamos existe cuando sentimos su vibración, cuando conectamos con ella, cuando estamos en ella. Tiene vida, es vida, cuando nosotros la vivimos. Esta mañana, tu y yo, al vivir, creamos la tierra que pisamos, el aire perfumado que respiramos, los pájaros que cantan para nosotros, los cerezos en flor que tu ves y sientes y que yo siento sin ver. Si el río de tus pensamientos te inunda la imaginación y te saca de aquí llevándote lejos, todo se esfuma, desaparece, muere, deja de estar, yo incluido. Lo que ves, escuchas, sientes o tocas, desaparece cuando dejas de mirar, de escuchar, de sentir o de tocar. Sencillamente, se va cuando tu te vas, cuando nos vamos.
-Pero usted está aquí, hablando, sintiendo. Es real. Es mi maestro, el maestro de otros muchos compañeros, existe, nos enseña, nos comunica su conocimiento.
-Existo para ti, para ellos, con la apariencia que me dais y durante el tiempo que estoy ante vosotros. Soy vuestro maestro porque vosotros me creáis, al convertiros en discípulos. Ni tan siquiera las cosas que os enseño tienen objetividad o existencia en sí. Cada uno de vosotros capta o retiene aquello que espera, lo que desea, lo que, de alguna forma, ya sabe. Mi palabra tiene vida cuando vibra en la frecuencia de quien la escucha, y esa vibración le da significado. No soy yo el que enseña, eres tu el que aprende. Por ejemplo: un compañero tuyo me dijo, un día, que me estaba muy agradecido porque yo le había dicho que tenía que romper con todos los compartimientos en que había fraccionado su yo (ego, yo, superyo, consciente, subconsciente, supraconsciente, yo-cuerpo, yo-alma cte.) y que debía dejarse fluir hacía la unidad. No recordaba haber dicho eso, aunque me parecía muy correcta esa enseñanza. El me recordó que yo le había dicho, el día anterior, que "si tenemos agua en varias vasijas y las rompemos el agua se une y fluye unida". Me recordó ese magnífico verso de Rûmí que tenía algo olvidado y, por supuesto, no tenía consciencia de haberlo referido, desde hacía mucho tiempo. Lo oyó, no a mi, quizás recordó su lectura por algo que yo dijese, pero le sirvió, eso basta. Captó una enseñanza que yo no impartí. La llevaba dentro y la sacó, cuando yo hablaba de otra cosa posiblemente. Me creó a mi como maestro. Porque es muy cierto que cuando estamos escuchando a alguien nos escuchamos a nosotros mismos y retenemos aquello que coincide con lo que, de alguna forma, ya sabemos. Todos somos maestros cuando comunicamos lo que sabemos y sentimos, siempre que haya alguien que lo reciba en actitud de aprender.
Bueno, ya basta. Esta mañana, no hemos salido a hablar, sino a escuchar, a sentir, a crear. Hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar. Ahora, sobran las palabras que pueden distraernos de nuestra labor creadora. Prosigamos con nuestra creación. Volvamos a la paz del silencio, para poder oír, para poder ver, para sentir y seguir creando este bello despertar de la tierra a la luz y al calor del sol naciente
Con la mano apoyada en el hombro de su guía y discípulo, se sumieron, de nuevo, en el silencio. Volvieron los trinos de los pájaros. Subió el perfume de las flores, con el calor de los primeros rayos del sol. Las sombras, proyectadas en confusión lejana, iniciaron su retroceso, su vuelta a casa, cada una a su árbol, a su roca, a su sitio, a medida que ascendía el sol en el horizonte. Se detuvieron en un improvisado mirador, donde la senda se retiraba trazando una suave curva descendente, ante una vista panorámica sobre el valle. El discípulo contemplaba absorto aquel canto a la vida, aquella combinación de colores con la que se estrenaba el día.
El anciano seguía sonriendo, con el rostro levantado hacia el sol, como recibiendo la paz luminosa, el soplo de la vida, la luz penetrando en su ser. En su mente creadora, sin límites de espacio ni tiempo, nacía aquella mañana de primavera. El verde claro de los prados, salpicados de amapolas, sonaba a melodía de violines en adagio. El verde más oscuro y plateado de acebuches y encinas, coronadas por nidos de cigüeñas, lanzaba la melodía base de timbales y contrabajos. El blanco y rosa de los cerezos en flor eran trompetas al viento. El azul y el morado de los lirios, oboes y clarinetes. El ocre de la tierra y el amarillo de las margaritas eran sonido de violas y violonchelos. Las flores rojas de rosales e hibiscos, movidas por aquella brisa matinal, sonaban a trompas y trombones, expandiendo el horizonte. Y el azul del cielo coronaba la sinfonía con melodías ejecutadas por flautas, arpas y violines en pizzicato...
Ahora, muy despacio, de puntillas, sin que suenen nuestros pies en la hierba húmeda al rocío, nos retiramos, quedamente, de este cuento o canto de primavera, sin tan siquiera atrevernos a decir aquello de colorín-colorado, porque este cuento, este canto, la creación, sigue, ha de seguir, que nunca habrá acabado...
J L
R
-Pero usted está aquí, hablando, sintiendo. Es real. Es mi maestro, el maestro de otros muchos compañeros, existe, nos enseña, nos comunica su conocimiento.
-Existo para ti, para ellos, con la apariencia que me dais y durante el tiempo que estoy ante vosotros. Soy vuestro maestro porque vosotros me creáis, al convertiros en discípulos. Ni tan siquiera las cosas que os enseño tienen objetividad o existencia en sí. Cada uno de vosotros capta o retiene aquello que espera, lo que desea, lo que, de alguna forma, ya sabe. Mi palabra tiene vida cuando vibra en la frecuencia de quien la escucha, y esa vibración le da significado. No soy yo el que enseña, eres tu el que aprende. Por ejemplo: un compañero tuyo me dijo, un día, que me estaba muy agradecido porque yo le había dicho que tenía que romper con todos los compartimientos en que había fraccionado su yo (ego, yo, superyo, consciente, subconsciente, supraconsciente, yo-cuerpo, yo-alma cte.) y que debía dejarse fluir hacía la unidad. No recordaba haber dicho eso, aunque me parecía muy correcta esa enseñanza. El me recordó que yo le había dicho, el día anterior, que "si tenemos agua en varias vasijas y las rompemos el agua se une y fluye unida". Me recordó ese magnífico verso de Rûmí que tenía algo olvidado y, por supuesto, no tenía consciencia de haberlo referido, desde hacía mucho tiempo. Lo oyó, no a mi, quizás recordó su lectura por algo que yo dijese, pero le sirvió, eso basta. Captó una enseñanza que yo no impartí. La llevaba dentro y la sacó, cuando yo hablaba de otra cosa posiblemente. Me creó a mi como maestro. Porque es muy cierto que cuando estamos escuchando a alguien nos escuchamos a nosotros mismos y retenemos aquello que coincide con lo que, de alguna forma, ya sabemos. Todos somos maestros cuando comunicamos lo que sabemos y sentimos, siempre que haya alguien que lo reciba en actitud de aprender.
Bueno, ya basta. Esta mañana, no hemos salido a hablar, sino a escuchar, a sentir, a crear. Hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar. Ahora, sobran las palabras que pueden distraernos de nuestra labor creadora. Prosigamos con nuestra creación. Volvamos a la paz del silencio, para poder oír, para poder ver, para sentir y seguir creando este bello despertar de la tierra a la luz y al calor del sol naciente
Con la mano apoyada en el hombro de su guía y discípulo, se sumieron, de nuevo, en el silencio. Volvieron los trinos de los pájaros. Subió el perfume de las flores, con el calor de los primeros rayos del sol. Las sombras, proyectadas en confusión lejana, iniciaron su retroceso, su vuelta a casa, cada una a su árbol, a su roca, a su sitio, a medida que ascendía el sol en el horizonte. Se detuvieron en un improvisado mirador, donde la senda se retiraba trazando una suave curva descendente, ante una vista panorámica sobre el valle. El discípulo contemplaba absorto aquel canto a la vida, aquella combinación de colores con la que se estrenaba el día.
El anciano seguía sonriendo, con el rostro levantado hacia el sol, como recibiendo la paz luminosa, el soplo de la vida, la luz penetrando en su ser. En su mente creadora, sin límites de espacio ni tiempo, nacía aquella mañana de primavera. El verde claro de los prados, salpicados de amapolas, sonaba a melodía de violines en adagio. El verde más oscuro y plateado de acebuches y encinas, coronadas por nidos de cigüeñas, lanzaba la melodía base de timbales y contrabajos. El blanco y rosa de los cerezos en flor eran trompetas al viento. El azul y el morado de los lirios, oboes y clarinetes. El ocre de la tierra y el amarillo de las margaritas eran sonido de violas y violonchelos. Las flores rojas de rosales e hibiscos, movidas por aquella brisa matinal, sonaban a trompas y trombones, expandiendo el horizonte. Y el azul del cielo coronaba la sinfonía con melodías ejecutadas por flautas, arpas y violines en pizzicato...
Ahora, muy despacio, de puntillas, sin que suenen nuestros pies en la hierba húmeda al rocío, nos retiramos, quedamente, de este cuento o canto de primavera, sin tan siquiera atrevernos a decir aquello de colorín-colorado, porque este cuento, este canto, la creación, sigue, ha de seguir, que nunca habrá acabado...
J L
R
No hay comentarios:
Publicar un comentario