El pequeño no veía la hora de estar junto al árbol. Jugaba balanceándose en sus ramas, correteaba sin cesar a su alrededor y comía gustoso sus manzanas. El árbol se sentía muy complacido con ese niño que lo trataba con tanto afecto y que siempre quería estar con él.
El tiempo fue pasando. Y el niño fue creciendo.
El niño entró a la escuela y ahora invitaba a sus nuevos amiguitos para que jugaran alrededor del manzano que se sentía pletórico. Le encantaban las risas y los correteos de los niños en su entorno. El árbol fue muy feliz, en aquellos años.
El tiempo siguió pasando. Y el niño creció mucho.
Cada vez se veían menos. El muchacho parecía muy ocupado con sus nuevos amigos e intereses. El manzano se sentía triste, pero comprendía que esto era natural.
Un día, el chico volvió. Ya era todo un jovencito. El árbol se sintió muy feliz al verle. ¡Hacía tanto que no estaban juntos! Sin embargo, notó que el muchacho estaba triste. Entonces le preguntó qué le sucedía. ¿Acaso no disfrutaba de su maravillosa juventud?
El chico le dijo que, en verdad, se sentía muy triste. ¡Había tantas cosas que quería tener! Pero no tenía suficiente dinero y debía conformarse con poco. Deseaba una bicicleta. También ropa nueva. Y dinero para invitar a sus amigos… Sin embargo, todo se le iba en deseo.
El manzano le habló con dulzura: “¡Mira! ¡Estoy lleno de manzanas! ¿Por qué no las tomas todas y las vendes en el mercado? Así tendrás dinero para lo que necesitas”.
Al muchacho le pareció buena idea y así lo hizo. Después, no volvió a aparecer.
Pasaron varios años. El muchacho no volvía. El manzano lo extrañaba, pero también entendía que el chico no podía pasarse la vida correteando junto a un viejo árbol. Así que se sentía feliz, pensando que su niño también lo estaría.
Una tarde cualquiera, vio que el muchacho venía hacia él. Se sintió inmensamente feliz. Había crecido mucho. Otra vez venía con el rostro compungido y la cabeza gacha. Nuevamente el árbol le preguntó qué le sucedía. El joven dijo que quería casarse, pero no tenía dinero para hacer una casa. Así que tendría que posponer sus planes.
El árbol, nuevamente con cariño, le dijo: “¡No te preocupes! Toma mis ramas. Con ellas puedes construir una bella vivienda, si te lo propones”.
Al joven se le iluminó el rostro. Así lo hizo. Cortó las ramas y construyó una preciosa casa. Luego se casó y, durante mucho tiempo, no volvió a ver al manzano.
Muchos años después, volvió el chico. En realidad, ya era todo un hombre. Le contó al árbol que tenía dos hijos y que quería hacer un bote para pasear con ellos en el rio. El manzano no lo dudó ni por un segundo: “¡Toma mi tronco! Con él vas a poder construir un bello bote”.
El hombre le hizo caso.
Nuevamente volvió a desaparecer, esta vez por bastantes años. El árbol llegó a temer lo peor. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, vio que un anciano se acercaba, con cierta dificultad. ¡Era su niño! El mismo que había visto crecer, convertirse en hombre y ahora en anciano. Otra vez lo veía triste... El árbol pensó que ya no tenía nada más que ofrecerle. No tenía manzanas, ni ramas, ni tronco… Era apenas unas gruesas raíces pegadas a la tierra y unidas al tocón de lo que fuera su tronco talado.
El anciano se acercó, lo abrazó y lloró: “Estoy muy solo...”
“No lo estás. ¡Aquí estoy yo! Sólo soy unas viejas raíces, pero grandes y fuertes. Aquí puedes quedarte a descansar”
Así lo hizo el anciano. Y allí, abrazado a aquellas raíces tan queridas, durmió para siempre...
Fuente: La mente es maravillosa
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