El pilar central del budismo, desde donde se sustenta toda su base práctica, es la meditación. El ejercicio de la meditación budista supone un tiempo sagrado para el practicante, el cual se sitúa frente a sí mismo, frente a su ‘atman’, y camina en la quietud del silencio por el no-tiempo que todo segundo envuelve, disipándolo, anulándolo, para hacer de él un único instante, una eternidad cósmica remando por la consciencia vacía y serena de su Ser.
Si bien se ha discutido mucho -en la teorización budista- acerca de la existencia del Yo (recordemos la tercera de las características del ser o devenir formulada por Buda: ‘anatman’, esto es, ‘ausencia de Yo’) no podemos, sin embargo, dejar de hablar del Ser, con mayúsculas, como sustrato del Yo y esencia del mismo. El Ser es una esencia, mientras que el Yo un accidente.
La meditación trabaja con el Ser y disipa las sombras del Yo, las que etiquetan, adjetivizan, nombran, categorizan, seleccionan... Todo eso no importa en el camino espiritual budista, lo primero es el reconocimiento de la ausencia de un Yo, en sentido biográfico, para trasladarlo a un Yo-Ser del que no se habla, sobre el que no se estudia, sino que se le guarda silencio.
Esa es la mayor ofrenda que se le puede hacer al Sí-Mismo: el silencio de la meditación, y, por supuesto, la ofrenda de la compasión (Om Mani Padme Hum), en la que el individuo meditador se funde con la humanidad, en su esperanza por la liberación del sufrimiento para todos los seres sintientes del planeta. Que así sea.
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J M Martinez Sánchez en Buscando la Paz Interior
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