Hubo, una vez, un año de grandes sequías y un hombre abandonó la zona afectada por la hambruna y se puso en camino en busca de alimento. El sol caía duramente sin que hubiese ninguna sombra donde poder cobijarse y el pobre tenía la garganta tan seca que ya no podía caminar, por lo que se sentó, desfallecido y sediento, junto a una roca, a esperar la muerte.
De súbito, escuchó un “glu, glu, glu,” o sea, el ruido de agua goteando: descubrió que el líquido bajaba de lo alto de la roca. Sin caber en sí de alegría, sacó inmediatamente su tazón de madera para recibir el precioso líquido. Cuando logró, no sin dificultades, llenar el tazón y ya se lo estaba llevando a los labios, apareció, de pronto, un cuervo que con sus negras alas le volcó el recipiente.
-¡Este maldito pajarraco me ha derramado el agua que Dios misericordioso me ha obsequiado, gota a gota! – exclamó furioso.
Y recogiendo una piedra persiguió al cuervo hasta que, de una certera pedrada, lo mató.
Tras matar al cuervo, descubrió que, un poco más adelante, salía agua de la grieta de una roca. Una vez más, se puso muy contento, bebiendo hasta saciarse.
Cuando volvió a donde había estado sentado y recogió su paquete para seguir su camino, levantó la cabeza y descubrió una gran serpiente que dormía encima de la roca, en tanto de su boca manaba un líquido.
-¡Ay! Quiere decir que el “agua” que yo había juntado, gota a gota, era el veneno de esta serpiente, y que el cuervo me salvó la vida – pensó el hombre, con lágrimas de arrepentimiento.
(cuento de origen mongol)
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