Los hombres de corazón sabio
no lamentan la suerte de quienes viven ni de quienes han fallecido.
Ni tú ni yo, ni ningún otro ser…
jamás ha dejado o dejará de ser…
siempre y para siempre.
Todo cuanto vive, vive eternamente.
Así como el cuerpo humano
experimenta la infancia, la juventud y la vejez,
así también el alma toma
y abandona sucesivamente
diversas moradas físicas, una y otra vez.
Los sabios conocen esta verdad
y no temen a la muerte.
No puede jamás ser detenida, decrecer o cambiar en forma alguna.
Sólo éstas, nuestras formas temporales -en las cuales mora el espíritu inmutable, inmortal, infinito- son perecederas…
Quienes no conocen la verdad, podrán afirmar: “He matado!” o pensar: “¡He muerto!”.
Pero el alma no puede matar; el alma no puede morir.
El espíritu no tiene nacimiento, ni puede perecer jamás: Ha existido desde siempre.
¡El comienzo y el fin son sólo sueños!
El espíritu permanece por siempre inmutable, sin nacimiento ni muerte.
Aunque su morada temporal perezca, el espíritu es invulnerable a la muerte.
¿Por qué, pues –sabiendo que es así- habrías de llorar, cuando no hay causa para hacerlo?
¿Habrías acaso de sufrir, si sabes que el que acaba de fenecer, al igual que el recién nacido, viven siempre y no es sino el mismo Espíritu siempre existente?
Así como los hombres se despojan de sus vestimentas usadas y, adquiriendo nuevos ropajes, deciden:
“Éstos usaré hoy”,
así el alma se deshace también calladamente de su vestidura de carne, y pasa luego a heredar un nuevo ropaje.
Pasajes de la “Canción Celestial” (Bhagavad Gita*)
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