LAS CENIZAS DEL PINTOR

Había, una vez, un pintor reconocido que, cuando falleció, y siguiendo su expreso deseo, fué incinerado. Nada había dicho respecto a qué hacer con sus cenizas.  Su mujer y sus tres hijos, aun sabiendo  que él ya no estaba allí, en aquellos escasos restos, querían darles el destino que él  hubiera deseado.


Conscientes de que no podían dejar encerrados los  restos de quien tanto amaba la naturaleza abierta, descartaron varias destinos habituales, como el panteón familiar, el "columbario" (nichos de los cementerios, en forma de palomar), o  la propia casa.   

No era necesario conservar las cenizas intentado atrapar su presencia, ya ausente.  El iba a estar entre los suyos, pero de otra forma: en el recuerdo permanente de su sonrisa, de sus caricias, de su  voz autoritaria, de sus dichos ocurrentes, de  su  amor de esposo, padre y abuelo.  Seguiría estando presente, repartido en cada uno de sus hijos y de sus nietos. Y en sus dibujos, en cada pincelada de sus pinturas.

Poniéndose en su lugar,  llegaron a la conclusión de que si él tuviera que elegir un sitio para sus restos, si sus cenizas estuvieran en sus manos,  buscaría uno de sus árboles, uno de esos ya inmortalizado en alguno de sus cuadros, escarbaría hasta dar con sus raíces, y las dejaría allí, haciéndose tierra con la tierra, fundiéndose con la madre naturaleza, en un entrañable y definitivo abrazo, para siempre.

Además, conocían su deseo generoso de haber sido donante, en justa correspondencia a haber vivido, varios años, con un hígado transplantado; no pudo ser, por lo deteriorado de sus órganos. Ahora,  llegaba esa oportunidad: ¡ donar sus cenizas a la vida de un árbol !

Así fue como se llegó al acuerdo sobre el destino de las cenizas, aún calientes, de aquel pintor que tanto amaba  los colores del campo,  la  fuerza del viento,  las nubes, el fuego, las tormentas, el mar, el canto de los pájaros, el silencio de los valles, el murmullo de los  arroyos,  y los árboles. Sobre todo, los árboles. Sus cuadros se caracterizaban por la presencia de  árboles, en primer plano o perdidos en el horizonte. Arboles, con todas las tonalidades de verde, cantando a la primavera. Árboles, con flores, con frutos, con tupidas sombras protectoras del verano. Árboles de otoño, introvertidos, desprendiendo hojas amarillas, ocres, rojizas. Árboles desnudos,  cantando la soledad del invierno y flexibles a la fuerza del viento. ¡ Siempre los árboles...!

Eligieron el árbol. Un eucalipto, testigo de su infancia, junto al mar,  delante de la que fuera su casa de vacaciones desde su niñez. Un árbol grande, lozano, sólido, con muchos años de vida por delante, capaz de sobrevivir al recuerdo de varias generaciones. Y allí quedaron las cenizas, mezcladas con la tierra húmeda, abrazando aquellas afortunadas raíces. Fue un acto natural, sencillo, sobrio, escueto, sin más, en aquella tarde  cálida de  un otoño  suave y perezoso. El sol, que iniciaba el silencio del ocaso, sacó de su paleta  la mejor mezcla de colores  y embelleció la despedida. El viento, con respeto,  hizo una  pausa de quietud. Se hizo el silencio, vino la calma, todo  estaba acabado, bien acabado. Finalmente, el árbol, sorprendido, recibió  calurosos abrazos, húmedos en lágrimas, no de despedida, sino de llegada. Y se quedó sintiendo un ligero hormigueo en sus raíces, una nueva vibración extraña y positiva.

Fueron muchas las visitas y los abrazos que aquel privilegiado árbol recibió, a partir de aquella tarde serena, de cenizas.  Junto a él  se sentaba, de cuando en cuando y por largo tiempo,  una silenciosa y reducida anciana. Sin lágrimas, la mirada perdida entre las ramas, mientras acariciaba, con su escasa mano rugosa y cálida, suave y lentamente,  su corteza. Detenía el tiempo, con ausencia de pasado y de futuro. Sola, queriendo estar y estando.

Pasaron muchos años,  y, una tarde, quizás también de otoño,  el árbol se sorprendió con la llegada de aquellos tres hermanos,  juntos de nuevo,  mayores, acompañados de varios de sus hijos que les ayudaron a escarbar, de nuevo,  hasta  llegar a las raíces. Traían más ceniza. Nueva ceniza, recién hecha,  que, al caer a tierra, parecía buscar ansiosa fundirse con la antigua. Y el árbol supo qué estaba ocurriendo, cuando oyó decir al más pequeño, mientras lo abrazaba y le depositaba en su tronco un tierno beso,   "Adiós, abuela..."


J L

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