CASTILLOS EN LA ARENA


Generalmente, los sentimientos placenteros o dolorosos nos barren, nos arrastran en ambas direcciones; entonces solemos descentramos sin notar siquiera lo que está ocurriendo. Antes de darnos cuenta hemos compuesto toda una novela sobre por qué alguien está muy equivocado, o por qué nosotros tenemos tanta razón, o por qué tenemos que conseguir esto y lo otro. 
Cuando empezamos a entender todo el proceso, éste se aligera considerablemente.

Somos como niños construyendo castillos de arena. Los embellecemos con preciosas conchas, trocitos de madera y pedazos de cristales de colores. El castillo es nuestro y tratamos de mantener alejados a los demás. Estamos dispuestos a atacar a quien amenace con estropearlo. Y, sin embargo, a pesar de todo nuestro apego, sabemos que la marea subirá inevitablemente y lo hará desaparecer. El truco consiste en disfrutar de él plenamente sin apegarse y, cuando llegue el momento, dejar que se disuelva en el mar.

A este soltar las cosas a veces se le llama desapego, pero no tiene la cualidad fría y remota que solemos asociar con esa palabra. El desapego tiene más bondad e intimidad que eso; en ealidad es un deseo de conocer, como las preguntas de un niño de tres años. 
Queremos conocer el dolor para poder dejar de huir incesantemente de él.
Queremos conocer el placer para poder dejar de aferramos a él constantemente. Entonces, de algún modo, nuestras preguntas se agrandan y nuestra curiosidad se amplía.
Queremos entender qué sensación produce la pérdida para poder entender a otras personas cuando sus vidas se caen a pedazos. 
Queremos entender la ganancia para entender a los demás cuando se sienten deleitados o cuando se ponen arrogantes y se pavonean.

Cuando nos hacemos más intuitivos y compasivos con nuestros enganches, sentimos espontáneamente más ternura por la raza humana. Conociendo nuestra propia confusión estamos más dispuestos a mancharnos las manos tratando de aliviar la confusión de los demás.

Pema Chördon "Cuando todo se derrumba"

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