Lince Veloz tenía sólo diez años, cuando oyó contar al indio mensajero de una tribu de la montaña que, río arriba, pasado el gran salto del agua, había una roca que tenía la forma de la cara de un hombre. Pidió permiso a su padre para ausentarse del poblado indio y remontar el río, en su canoa, deseoso de ver la roca con forma humana.
Llegó ante la roca, se postró ante ella, en absoluta quietud, mirándola fijamente, durante muchas horas. Y, a partir de entonces, todos los días, subía a la montaña a contemplar la roca. Su madre, Luna de Plata, se sorprendió al ver, en la cara de su hijo, la aparición de rasgos extraños, antes inexistentes. Al acariciarlo, notó en las manos la ausencia de la suavidad y redondez de su rostro de niño, apareciendo, en su lugar, formas excesivamente duras, como si los huesos hubiesen crecido demasiado. Preocupada, llamó al sabio hechicero de la tribu. El anciano lo examinó detenidamente y, conocedor de los días pasados, en la montaña, frente a la roca, dijo:
-Nada debe inquietarnos. Son los rasgos de la roca de la montaña que están apareciendo en su rostro. Sabemos que la contemplación de cualquier elemento de la naturaleza, si lo hacemos en actitud de apertura y recepción total, se transmite a nosotros, en toda su extensión, nos impregna de su ser. Lince Veloz ha contemplado la piedra de la montaña, en total entrega, durante varios días, y la roca le ha enviado su imagen. Está absorviendo la forma y el poder de la roca.
Lince Veloz siguió subiendo, día tras día, a la montaña, allá donde el el río hace el gran salto hacia el valle, para contemplar la roca. Los hombres y mujeres de la tribu comentaban cómo se iba pareciendo, cada día más, a la roca de rostro humano a quien miraba, hasta llegar a ser completamente igual a ella.
Su padre, Ciervo de Fuego, estaba satisfecho de ver crecer, en su hijo, la fuerza de una mirada pétrea de guerrero impasible, la resistencia asombrosa a golpes y heridas ( de las que no brotaba ni tan siquiera el más fino hilo de sangre), la firmeza de sus imparables golpes, con el hacha o la lanza, que le hacían un cazador certero, la sonoridad atronadora de sus gritos en la selva. Pero a su madre, Luna de Plata, le preocupaba la desmedida dureza e inflexibilidad de su carácter: sin amabilidad, sin sonrisas, sin dulzura humana. Y consultó con el anciano hechicero. El sabio sacerdote llamó a Lince Veloz y le dijo:
-Has contemplado, intensamente, la roca de la montaña, y has desarrollado su imagen, fuerza y resistencia en ti, pero también su dureza y sequedad. Hijo, hay algo, en la naturaleza, más fuerte que una roca, que habrás de mirar y contemplar, absorbiendo su poder: el Agua. Sube, río arriba, como tantas veces hiciste, buscando la roca de forma humana, pero ahora, cuando llegues al gran salto, mira el agua, con la misma intensidad que antes lo has hecho con la roca. Ábrete a ella y déjala penetrar en ti. Recibe su energía, capta su enseñanza. Y que el Gran Espíritu te conceda la armonía.
Al día siguiente, Lince Veloz inició el remonte del río, en su canoa. Llegó al gran salto, donde el agua cantaba sin cesar, en su blanca caída, y vio rocas redondas sumergidas en el río, allí donde golpeaba incesantemente. El agua, blanda y débil, era, en su constancia, más fuerte que ellas. Las duras rocas, depositadas en su regazo, perdían sus aristas, revistiéndose de suavidad y armonía.
Lince Veloz contempló aquella cascada, intensamente, un día tras otro. Deseoso del abrazo del agua, cortó un trozo de bambú hueco y, con él en la boca para respirar, se tumbaba en el lecho del río, junto a sus hermanas las rocas, dejándose golpear y modelar por la corriente impetuosa. Pasadas varias lunas, la naturaleza completó su trabajo: el rostro de Lince Veloz adquirió formas redondeadas y armoniosas, fuertes y bellas, y su carácter se hizo flexible, amable, tolerante. Su pétrea fuerza de roca se armonizó con la fluidez y la constancia del agua.
Se hizo adulto y, en la ceremonia de su consagración como guerrero, oficiada por el anciano sacerdote, su pueblo lo aclamó con un nuevo nombre: Roca Viva. Pasó a la memoria de su tribu como el gran jefe que rendía a sus enemigos, con sólo mirarlos. Se dice que su rostro despedía un gran fuego aterrador, para sus enemigos, y de amor, para su pueblo.
JL (reposición)
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