La Navidad había llegado al pequeño pueblo. Allí, donde apenas vivían unas diez familias, los días de las fiestas eran sumamente especiales. Incluso parecía como si mucha más gente habitara en las pocas casas que conformaban el casco.
Gustavo vivía en una casita que estaba al final de la urbanización, si se le puede llamar así. Compartía su casa con su madre viuda y una abuela cascarrabias que no quería a nadie, ni siquiera a su propia hija, con la que siempre estaba discutiendo y peleando.
Cuando se se acercaba la Navidad Gustavo se ponía muy contento porque durante esos días lo dejaban deambular solo por el pueblo; lo que no le gustaba de estas fechas era que su abuela siempre se ponía más insoportable porque no le gustaba que la gente festejara y derrochara el tiempo en comidas grupales y esas cosas. Ella prefería quedarse con su máquina de coser, mirando por la ventana hacia alguna parte que Gustavo no sabía qué era.
Ese año la Navidad se presentaba algo más especial porque unos reyes vendrían a visitarlos. Eran unos viajeros que iban de pueblo en pueblo emulando el viaje de los reyes magos. Gustavo se puso tan contento y tanto se entusiasmó que durante días no pudo pensar en otra cosa.
Pocos días antes de la fecha en la que llegarían estos extraños visitantes comenzó a llover tanto que se inundaron todos los caminos. El pueblo quedó completamente aislado y se suspendieron la mayoría de las fiestas. Gustavo estaba muy triste sobre todo por haberse perdido la oportunidad de conocer a esos reyes que venían de otro sitio.
Una tarde mientras estaba tomando la merienda absolutamente absorto en la pared de la cocina de su casa, su abuela dejó la máquina de coser y se le sentó al lado.
-¿Por qué estás tan triste, Gustavo?.
El niño se sorprendió mucho; jamás su abuela se había preocupado por cómo estaba él.
-Es que me gustaría saber cómo es afuera y ellos podrían habérmelo dicho.
-No te preocupes, lo sabrás. Algún día podrás dejar este lugar y viajar a donde quieras, pero, mientras tanto, en vez de quedarte mirando hacia esa pared, podrías hacer como yo, a través de esa ventana verás el campo: ahí afuera es donde se cuece la vida.
El niño se quedó sorprendido por la sabiduría de su abuela y le hizo caso. Desde ese día, pasaba muchas tardes sentado frente a la ventana, observando la línea del horizonte que cada vez se acercaba más y soñando con que un día él también podría ser un rey mago para pasear, de pueblo en pueblo, llevando la alegría a los niños que soñaban con vivir en otra parte.
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