Trevor Leggett
La atención consciente no consiste en pensar, y esa es la razón, por la cual la misma resulta tan poderosa.
Es común concebir la atención consciente como un proceso de pensar: “ahora estoy caminando; ahora no estoy caminando ni hablando, pero estoy de pie. Ahora estoy tomando asiento…”.
Como si fuera un comentario continuo de la BBC. Sin embargo, a decir verdad, las palabras no pueden describir esas cosas. Las palabras nunca pueden describir aquello que haces mientras caminas. Sólo existe la experiencia vívida actual. Cuando dices “estoy caminando” ¿acaso no significa eso que los dedos del pie llegan a bajar primeros, que el tacón baja primero o que la planta del pie se apoya en la superficie plana? La experiencia vívida consiste en la conciencia de todo eso, lo que las palabras nunca pueden describir.
Como si fuera un comentario continuo de la BBC. Sin embargo, a decir verdad, las palabras no pueden describir esas cosas. Las palabras nunca pueden describir aquello que haces mientras caminas. Sólo existe la experiencia vívida actual. Cuando dices “estoy caminando” ¿acaso no significa eso que los dedos del pie llegan a bajar primeros, que el tacón baja primero o que la planta del pie se apoya en la superficie plana? La experiencia vívida consiste en la conciencia de todo eso, lo que las palabras nunca pueden describir.
La atención consciente expresada con las palabras –tratar de hacer un comentario interno acerca de lo que uno está haciendo- precisamente es una clase de ilusión. La misma puede ser comparada con la verbalización de algo que no puede ser verbalizado, lo que no es, en absoluto, lo que se entiende por la atención consciente. El mejor ejemplo que conozco puede ser sacado del campo de la música.
Una de las razones por las cuales la gente suele ser conmovida tan poderosamente por la música consiste en que la misma carece de palabras. No existen palabras capaces de describir, digamos, un estudio de Chopin. Supón que tratas de describir con palabras el “Estudio Revolucionario” así: “he aquí un estruendo, luego un gruñido en la parte baja de la escala, y luego la escala sube, y después baja…”. Realmente, no hay palabras adecuadas capaces de describir eso. Muchas cosas del arte pueden ser verbalizadas pero para la música no existen palabras capaces de describirla. Esta es una de las razones por las cuales la música es tan poderosa.
Los músicos sí tienen palabras. Cuando los músicos escuchan una composición musical, automáticamente apuntan el tema principal en sus cabezas y, si tienen un tono perfecto, están inquietos hasta que no determinen si el mismo es un bemol Do o Re. También tienen palabras para describir el "Estudio Revolucionario”; podrían decir: “empieza con el acorde de la séptima dominante o en Si-mayor, pero en la primera inversión, después hay una serie de cuatro notas de pasajes descendientes, también dominantes con la nota principal accidental, y luego hay tremolo de bajo en Mi-mayor y Si-mayor”. Bien, eso es algo que ellos podrían decir, pero esto en realidad no describe la música misma.
Esto puede arrojar luz a la práctica budista porque aquí, de hecho, tampoco hay palabras. Los músicos saben, los practicantes saben, pero tratar de formular eso en palabras no es mejor que tratar de describir en palabras el “Estudio Revolucionario”.
Nosotros podemos aprender otras cosas de la música. Tú no te aferras por un acorde, por más bello que sea. Tampoco te arrepientes cuando la música acaba. La pieza musical se ejecuta y llega a su natural fin. De la misma manera se ejecuta la vida.
En la Sonta 107 de Beethoven las variaciones van en creciendo en tono y en tempo, pero al final las prisas disminuyen repentinamente, la puntuación suena casi religiosamente, como si fuera religión, y entonces llega una quieta re-expresión del tema, muy quieta, la cual termina en silencio. Nosotros no sentimos entonces: “Ay, ¡qué trágico! Todas esas maravillosas notas, aquella tremenda destreza, la velocidad, y ahora él sólo toca ese simple tema”. No: esta es la parte de la Sonata; eso no es algo que lamentar.
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