Enrique de Vicente
Durante miles de años, civilizaciones distribuidas por todo el planeta han venerado al Sol como el gran padre de todos los dioses, aquél que rige la vida y la muerte, el arquetipo del despertar y del Sendero iniciático que conduce a la transformación. Esto no es sólo una imagen incrustada en nuestro inconsciente colectivo. Numerosos descubrimientos científicos demuestran que sus radiaciones producen mutaciones evolutivas o malignas en las especies vivas, hacen que las cosechas prosperen o escaseen. Por ello, el Sol es el Gran Hacedor, que crea lo nuevo y destruye aquello incapaz de adaptarse a las nuevas condiciones.
La poderosa energía lumínica que ahora llega hasta nosotros trae una información nueva que podría transformar nuestras células. Para activarla e irnos acostumbrando a la nueva vibración solar que cada vez será más intensa, resultan adecuadas prácticas de antiguas tradiciones como ésta: cuando el Sol brilla en el cielo, inspiramos imaginando un vórtice o espiral de energía que sale de éste y va hasta nuestro plexo solar; luego expiramos, extendiéndola por todo nuestro cuerpo.
En lugar de entregarnos al sopor que su intensa energía nos produce, deberíamos mantenernos activos, sintiendo –mientras caminamos– que somos como un sol, emitiendo hacia fuera vórtices energéticos desde el plexo solar. Es una buena forma de comenzar a asimilar el poder transformador del Sexto Sol, cuyo advenimiento anuncian todas las tradiciones mesoamericanas: un proceso de muerte y resurrección o regeneración vivido por el astro rey, que tendría su reflejo en la Tierra y en la Humanidad. Éste, y no un mensaje catastrofista, fue el profundo legado profético de los antiguos. Que lo malinterpretemos o nos burlemos de él es sólo culpa de nuestra ignorancia.
Tomado de Akásico
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