VOLVER A HABITAR EL SILENCIO

Antoni Aguiló Bonet 




Albus: la sabiduría de lo no dicho

Albus me mira y yo lo miro. Él parpadea; yo parpadeo. Nos medimos en un duelo sin vencedores ni vencidos, en un diálogo mudo donde él siempre tiene la última palabra. No porque la pronuncie, sino porque se la calla.

Su mirada guarda algo inquietante, como si supiera lo que ni yo mismo sé; como si comprendiera las reglas de este juego absurdo que es la vida y, desde esa comprensión serena, se compadeciera de mi torpeza. No digo que Albus sea más inteligente. Pero hay una forma de saber que no necesita conceptos, y él la posee. Reconoce mis palabras no por su gramática, sino por su peso. Intuye mis intenciones antes de que yo mismo las advierta. Detecta mis cambios de humor, mis vacilaciones, mis ansias. Escucha lo que callo. Yo, en cambio, sigo intentando descifrar el tono de sus ladridos, como quien traduce un idioma sin diccionario. Todo lo que en él es certeza, en mí es conjetura.

Albus es un samoyedo. Su sonrisa perpetua encierra una pregunta: ¿se siente realmente feliz o, como nosotros, ha aprendido a fingir que lo es? Los humanos nos hemos vuelto coreógrafos del gesto: mentimos con el cuerpo, domesticamos las emociones. Decimos una cosa y sentimos otra. Reímos cuando en realidad queremos llorar. Albus, en cambio, es distinto. No disimula, no adorna, no se engaña. Si está alegre, lo dice con todo el cuerpo: se lanza, corre, se deja caer sobre mí como si el mundo fuera ahora mismo. No necesita ceremonias. Cuando está cansado, no lo oculta: se rinde con la honestidad de quien no le debe explicaciones a nadie. Si tiene hambre, lo dice sin rodeos: no dulcifica el deseo, no lo disfraza.

Albus no me escucha como lo hacen los humanos, pero algo en su cuerpo —puede que el modo en que inclina la cabeza o ese sutil movimiento de las orejas— me dice que ha captado el sentido antes de que termine de formularlo. Su comprensión no se basa en definiciones, sino en la pura presencia. No necesita saber qué siento para saber cómo estar a mi lado. Mientras yo busco consuelo en las ideas, él lo encuentra en la cercanía. Tal vez por eso me desconcierta: porque no intenta explicar, aconsejar ni teorizar, simplemente está. En eso, me lleva ventaja.

En casa, su sola aparición basta para suavizar tensiones, como un árbitro que, sin palabras, da por terminado el enfrentamiento. Nunca trae consigo la sombra de un reproche. Si hubo gritos, no los convierte en heridas. Si hubo tensión, no la archiva como deuda. Al amanecer, me mira como si nada debiera ser perdonado. Es ese mirar sin historia lo que desarma. Porque nosotros, atrapados en la costumbre de arrastrar las huellas del día anterior, hemos desaprendido que existe otra manera de estar: con los ojos limpios, con el corazón sin rastro.

Si Albus fuera filósofo, no escribiría tratados: dormiría al sol. No busca dominar el mundo; se entrega a él. Acepta la lluvia, el frío, la espera. No por resignación, sino porque no discute con lo que es. No planea, no recuerda, no anticipa: está. En su entrega radical al presente late una sabiduría aguda: que la vida —como el aire o la luz— no se posee, solo se atraviesa.

Mientras actualizo la agenda y respondo a mensajes que no llegan a decir nada, él se acurruca y cierra los ojos. No por cansancio, sino porque sabe que, en lo esencial, nada es urgente. Esa manera de estar en el mundo, tan ajena a nuestra existencia frenética, alberga una paz que los humanos perdemos una y otra vez.

Albus habla en un idioma sin palabras, sin reglas, sin signos. Un idioma que no se escribe ni se lee, pero que llena lo que las palabras no pueden nombrar.

Lo observo desde hace tiempo y todavía no alcanzo a entender cómo puede decir tanto sin decir nada. No es solo su pelaje blanco, ni la forma en que enrosca la cola. Es un universo de emociones que escapan a cualquier explicación racional. Cuando lo abrazo, me invade una calma extraña, como si ese gesto bastara para sellar las grietas que llevo dentro.

Cuando cae la noche y el mundo se convierte en un susurro, Albus se tumba a mi lado. Su respiración pausada me otorga una confianza que el lenguaje jamás podría dar. Hemos inundado el mundo de palabras, de emojis, de mensajes instantáneos que se acumulan sin descanso. Decimos demasiado y sentimos poco. La saturación del discurso anestesia el contacto.

Ahora entiendo mejor al joven lord Chandos, ese poeta ficticio que, traicionado por el lenguaje, perdió la fe en las palabras. La sabiduría de un perro reside, precisamente, en eso: no en dar respuestas, en enseñarnos que existen verdades demasiado profundas para el discurso, pero que laten, íntegras y certeras, en su presencia silenciosa. Quizá, para escuchar el sentido que todavía palpita bajo el ruido del mundo, deberíamos volver a habitar el silencio, recuperar el olvidado arte de callar.

Antoni Aguiló Bonet en Diario de Mallorca

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