Un yogui de la India peregrinó al Tíbet. Estaba interesado en conocer los monasterios y, también, a los monjes y lamas tibetanos. Quería, especialmente, departir con ellos sobre ciertos temas filosóficos. En el primer monasterio en que recaló se encontró con un monje muy afable y dispuesto a conversar con él.
Mientras intercambiaban puntos de vista, el monje tibetano le dijo al yogui hindú:
-Todo es transitorio e inestable, tal como un río que fluye constantemente.
-Yo creo que no estás en lo cierto -dijo el yogui indú-. En cada persona habita un alma que es imperecedera, inmortal y eterna.
El monje tibetano y el yogui hindú se enzarzaron en una discusión que los llevó a subir el tono cada vez más. Mientras el primero sostenía que nada dura ni tiene entidad fija, el segundo aseguraba que hay un principio superior. Pero ambos sostenían con tal vehemencia sus propias posturas que llegaron a un punto en que, de no haber intervenido otras personas, quizá se hubieran enemistado de manera irreversible.
En ese momento pasó un lama por donde estaban los dos discutidores y, tras percatarse de lo que ocurría, les propuso:
-Solicito que cada uno de vosotros defienda ahora la postura del otro. Es decir, me gustaría, como ejercicio, que os pusierais en la mente del otro, que pensarais como el otro por un momento, y sostuvierais la postura opuesta a la que sosteníais hasta ahora. Luego pasaré a veros.
Eso hicieron. Pero a medida que pasaban los minutos y que exponían sus nuevas posturas, comenzaron a pelearse casi tan fieramente como antes. La disputa estaba llegando a cierto grado de violencia.
En ese momento, volvió el lama que pidió calma y reflexión. Tras unos momentos de silencio, el monje tibetano, el yogui hindú y todos los que les rodeaban estallaron en una sonora carcajada.
Fuente: Relatos breves
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