Uno de los recursos más poderosos de la mente es estar en disposición de “aceptar lo que llegue”; sin embargo, no creo que en este pensamiento deba ir implícita la resignación, no. Más bien, estoy convencida que alude a un particular entrenamiento de la mente y el espíritu para estar en posición de recibir lo que nos alcance, bueno o malo, y seguir de igual modo.
Ante todo, entender que la vida es global y que nosotros representamos esa gota en el océano sin la que el mar no sería el mismo pero con cuya ausencia tampoco terminará. Debemos concebirnos como esa parte del todo que tiene una fantástica e ineludible misión celular. Como si de un átomo se tratase, diminuto e indivisible, debemos aceptar nuestro ser, nuestra estancia aquí, nuestra hoja de ruta en el viaje que comenzamos con nuestro nacimiento.
Nada va a pasar si morimos en este instante.
Nada y todo.
Nada si logramos sobrevolar el significado de la existencia personal, como tal.
Nada, para que la vida continúe, para que todos los que nos conocen sigan su marcha, incluso para que lo hagan los que nos aman hasta el infinito de sus posibilidades.
Nada, para lo absolutamente trascendente que pretendemos hacer cualquier asunto que nos preocupa.
Nada, para el cíclico y eterno retorno de la noche y el día.
Nada, para el inmutable descender de la lluvia o la resplandeciente salida del sol tras ella.
Y, sin embargo, todo notará nuestra ausencia.
La propia existencia del planeta habrá terminado con una posibilidad más, la de avanzar hacia su plena evolución en un tiempo menor.
Los que nos aman no serán los mismos.
Los que nos odian, tampoco.
Ni lo serán los espacios en los que anduvimos, ni las calles que paseamos, ni el aire que rozó nuestras mejillas cuando necesitamos sentir un soplo fresco tras la batalla.
Pero, de cualquier modo, hemos de estar dispuestos a aceptar lo que venga.
A inundarnos de amor, a desbordarnos con él y a sorber la gloria trago a trago, como el mejor néctar.
También a integrar el dolor en el alma, a vestirnos de tristeza o a decir adiós a lo que tanto queremos y no podemos retener.
A mirar a través de la ventana y oler la tormenta, sabiendo que traerá desastres imposibles de evitar.
A cerrar los ojos y sentir que podemos caer en un sueño eterno sin pesadillas, del que no retornaremos.
A saber que todo puede pasar en cualquier momento, pero que aún así, nada detendrá la serena libertad de la vida de seguir para el resto.
Por todo ello, estemos dispuestos siempre…a aceptar lo que venga…es la única forma de poner el alma en paz.
Fuente: Mirar lo que no se ve
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