Vivimos en una época en la que existir no basta: la vida se ha convertido en un imperativo productivo. Cada gesto debe rendir, cada instante generar valor. El productivismo ha colonizado incluso nuestro tiempo más íntimo: ya no descansamos, optimizamos el descanso; ya no paseamos, contabilizamos cada paso. La existencia se calcula en métricas, no en sentido. Ya no se vive: se acumulan experiencias, como deudas interminables. La frontera entre trabajo y ocio se ha borrado: solo queda rendimiento. La acción gratuita, el silencio, la pausa: todo resulta sospechoso. Todo se mide en visibilidad, todo se mide en eficiencia.
La televisión lleva décadas suministrando el opio de la hiperactividad. Hoy, la cadena pública catalana lo destila en forma de docureality: 8 coses a fer abans de morir. Bajo la apariencia de un homenaje a la vitalidad de las personas mayores, el programa refleja, en realidad, nuestro miedo colectivo al desgaste, a la lentitud, a desaparecer del foco. Lo que se celebra como energía es, en verdad, una obsesión por no dejar de ser visible.
El formato es tan transparente que resulta inquietante. Joan Pera, de 77 años, se lanza a vivir experiencias inéditas —conducir un rally, pilotar un avión, aprender magia, entre otras—, todo envuelto en la retórica de «superar miedos» y «cumplir sueños». Pero cada aventura revela, en el fondo, una forma de negación: «Antes de morir», dice el título, pero lo que realmente enseña es cómo no morir del todo, cómo mantenerse en circulación simbólica, útil, visible. No hay nada más neoliberal que una vejez que trabaja sin descanso, incluso en la propia diversión.
El programa transforma la experiencia íntima en contenido audiovisual. Lo que antes era un gesto privado —atreverse a algo nuevo, explorar lo desconocido— se convierte en producto de consumo masivo. La televisión recicla así la vejez, reduciéndola a un test de rendimiento: quien no vive intensamente, parece no merecer vivir. No hay decadencia, solo «nuevos retos»; no hay lentitud, solo «reinvención». Incluso el cuerpo que ya no genera beneficios debe, al menos, proveer espectáculo.
Conviene aclararlo: no hay nada censurable en que alguien, a cualquier edad, quiera seguir experimentando, descubriendo o aprendiendo. Al contrario, hay una dignidad profunda en quienes mantienen viva la curiosidad por el mundo. Lo problemático no es ese impulso vital, sino el marco cultural que lo convierte en mandato, en obligación disfrazada de libertad.
El reality ofrece la ilusión de libertad mientras refuerza un mandato invisible: incluso al borde del final, debemos seguir haciendo, probando, mostrando, prolongando la utilidad del cuerpo y de la emoción hasta el último segundo. Lo que se celebra como autonomía se revela, paradójicamente, como la forma más eficiente de disciplina.
No es lo mismo vivir experiencias que gestionarlas. Lo primero nace del deseo y la espontaneidad; lo segundo, responde al mandato invisible de tener siempre algo que mostrar, justificar o contar. La persona mayor que baila porque le apetece encarna una forma de libertad; la que baila porque «hay que mantenerse activo» cumple una orden disfrazada de entusiasmo. En este contexto, envejecer se convierte en una anomalía que debe corregirse con energía forzada y autoexplotación constante. Hoy se pide a las personas mayores que se mantengan «activas», aprendan idiomas, corran maratones, hagan coaching o se reinventen semana tras semana. Se les pide que «gestionen» su tiempo libre, que conviertan su memoria en contenido, su ocio en rendimiento y su fragilidad en superación. Ya no se les permite simplemente envejecer: deben mantenerse en forma, también moralmente. Incluso se les arrebata el privilegio de descansar de sí mismas.
No se trata solo de televisión: se trata una disciplina social que enseña a temer la inactividad. Bajo la retórica del bienestar se impone una nueva ortodoxia: la del Age Management, esa gerencia del envejecimiento que transforma la vejez en un proyecto empresarial. Envejecer deja de ser un proceso biográfico para convertirse en una estrategia de optimización continua. La vejez, antaño territorio del recogimiento, se ha transformado en un laboratorio de productividad emocional. En el fondo, el capitalismo emocional no tolera ni la decadencia ni el sosiego: necesita, incluso, que la puesta de sol produzca adrenalina.
Pero hay una forma de resistencia en aceptar el paso del tiempo sin someterlo a la lógica del rendimiento. Quizá la verdadera elegancia de hacerse mayor consista en aflojar la cuerda. No para rendirse, sino para reconciliarse con el ritmo natural de lo que pasa —sin cámaras, sin récords, sin épica del riesgo—.
En una sociedad que confunde vitalidad con productividad, tal vez el gesto más revolucionario sea, sencillamente, no hacer nada. Reivindicar la inutilidad como forma de sabiduría.
Si hay una cosa que enseña a vivir, no está en la lista de desafíos, sino en la calma que queda cuando dejamos de cumplirlos. Eso es libertad. Eso es dignidad.
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