LA COMUNICACIÓN CON LOS ANIMALES


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En las religiones orientales y las filosofías a ellas vinculadas no se da, ni se ha dado nunca, la identificación entre consciencia y pensamiento -con la consecuencia de la exclusión de los animales de la consideración de seres conscientes-, sino que la consciencia se entiende como la luz interior básica y constitutiva del ser, y el pensamiento (junto con la emocionalidad, etc.) como uno de los “instrumentos” de que dispone esa luz básica.

Este punto de vista no es teoricista, sino que proviene de numerosísimas experiencias introspectivas, que no por su falta de “objetividad” (y de cientificidad en el sentido actual, por tanto) dejan de ser coincidentes y abrumadoramente nítidas.

Como con numerosos animales superiores es posible una comunicación, incluso intensa, en el registro emocional-afectivo de la consciencia, la filosofía-espiritualidad de esas religiones ha asumido “desde siempre” que esos animales la poseen, tanto si piensan como si no.

Ese debía ser también el sentir de Francisco de Asís, rara avis del santoral católico que a punto estuvo de ser declarado hereje, y al que la teologización de Descartes redujo de nuevo -y por largo tiempo- a la marginalidad doctrinal. El intelectualismo antiemocional de la tradición ilustrada típica ha hecho que esa comunicación interespecífica se haya dado menos entre los filósofos e ideólogos que entre la gente corriente.

Además, el occidentocentrismo de la inmensa mayoría de esos intelectuales, y su enraizamiento en las tradiciones judeocristiana y cartesiana, han funcionado como pantallas con respecto a unas tradiciones espirituales de Oriente “animalistas”  miradas por ellos con suspicacia.

Pero hete aquí que ha sucedido algo inesperado: muchísima gente común y corriente de Occidente ha pasado por encima del ingente número de científicos, filósofos y tecnócratas que afirmaban que preocuparse por unos entes que no eran más que robots biológicos era una tontería, y ha dicho sí clamorosamente al alma de los animales y a las consecuencias éticas que entraña.

Se podrá decir lo que se quiera, incluido que hay muchas exageraciones y extravagancias, lo que puede ser verdad, y también que hay gente que quiere a los animales pero detesta a los humanos, lo cual, sin negar que pueda ocurrir en algún caso, dista mucho de ser un principio o una regla, y más bien creo que, a menudo, quienes no aman a los unos tampoco aman a los otros. 

Pero me parece que lo esencial es que la convivencia cotidiana y estrecha de muchas personas con determinados animales superiores, perros y gatos fundamentalmente, las ha hecho vivir una profunda comunión y comunicación afectiva con sus mascotas, revelándoles la dimensión psíquica de las mismas de forma prácticamente inmediata.


La gente es consciente de la conciencia animal

Aclaremos que el consenso social que cada vez está más cerca de ser alcanzado no es que los animales tengan un alma que va al cielo cuando mueren, que se reencarna o le pasa cualquier otra cosa.

Es mucho más sencillo: la gente siente y “ve” que son conscientes, que tienen consciencia o interioridad. Eso es el alma. El filósofo Hans Jonas estableció una relación entre este giro de la sensibilidad contemporánea y el asentamiento del paradigma evolucionario:

El evolucionismo ha minado la construcción intelectual de Descartes mucho más eficazmente de lo que lo ha hecho ninguna crítica metafísica. La indignación estrepitosa que se alzó inicialmente en contra del atentado a la dignidad del hombre que suponía una doctrina que defendía que su origen estaba en el reino animal, fue incapaz de ver que, en virtud de ese mismo principio, la totalidad del reino animal recibía algo que hasta entonces se consideraba ligado exclusivamente a la dignidad del hombre.

Porque, si el hombre está emparentado con los animales, estos están a su vez emparentados con el hombre, y ellos también -siguiendo una cierta gradación- son portadores de esa interioridad o subjetividad de la que el hombre, evolutivamente más avanzado, llega a tener plena conciencia.

El descrédito, primero entre la “gente normal” y a partir de ella también entre los “sabios”, de la peregrina teoría de que los animales son máquinas (o de que “no tienen alma”, que en el fondo tanto da) puede parecerles a algunos un tema menor, pero no lo es en absoluto. Se trata de la primera gran derrota del pensamiento mecanicista, cuya falsedad en un punto para él emblemático ha captado con toda claridad la sociedad civil, desde la que además se denuncian ya las aberraciones que amparaba. 

Creo que viene aquí a cuento decir una palabra sobre el animismo.

No es solo cosa que comparten los pueblos “primitivos”, de norte a sur y de este a oeste, como es el caso de muchos de los de la vieja América, que han conseguido que su concepción tenga eco en algunas de las nuevas constituciones latinoamericanas a través de las referencias a la Pachamama, sino que está presente también en la filosofía occidental, de Tales, Anaximandro y Anaxágoras a Bergson, pasando por Plotino y Leibniz. 

Teilhard de Chardin, cuya lectura prohibió Pio XII y que hoy inspira al papa Francisco, fue otro ilustre animista como demuestra su convicción, ampliamente reiterada, de que un protopsiquismo está presente ya en la materia elemental.

En realidad el animismo no consiste en creer que “espíritus animales” entran y salen de ciertas piedras, de ciertos árboles y de los animales mismos. 

El “todo está lleno de dioses” de Tales significaba, en mi opinión, que para el filósofo milesio alguna forma de consciencia, por elemental e inimaginable que sea, “está por todas partes”, lo que viene a ser lo mismo que dos mil años después defendió Leibniz con su doctrina de las mónadas.

Si bien se mira, asumir que los animales poseen vida psíquica implica ser, hasta cierto punto, animista, y quizás por eso, porque quería romper de la manera más radical con la tradición animista y enterrarla definitivamente, fue por lo que Descartes afirmó que los animales son máquinas. Empezamos a entender… Pero es un principio irrefutable que finalmente la realidad se impone.

Y también, desde luego, entre los científicos. La consciencia animal se ha convertido en el tema estrella de varias ramas de la ciencia, de la etología y la zoopsicología en primer lugar, disciplinas en las que es protagonista, pero también en antropología evolutiva, en la medida que el estudio comparativo de la psicología de los primates actuales es relevante para indagar el proceso que desembocó en el psiquismo del Homo sapiens; sin olvidarse de las neurociencias, pues recordemos que ha sido en el encuentro internacional de neurología, celebrado en Cambridge (Reino Unido) en julio de 2012 (Francis Crick Memorial Conference), donde se dio a la luz el documento On Consciousness in Human and non-Human Animals que reconoce y proclama, por primera vez desde el ámbito científico, que los animales superiores poseen consciencia o vida subjetiva, y que esto debe ser tenido en cuenta para todos los efectos.

No obstante lo cual, me reafirmo en mi opinión de que la prioridad en cuanto al reconocimiento de la consciencia animal la tiene la sociedad civil, que ha influido de múltiples formas (también con sus críticas, por ejemplo a la vivisección) en los científicos, que a fin de cuentas forman parte de ella.

Por todo lo dicho, está claro que para mí la cuestión de la interioridad, de esa dimensión que por su mera presencia hace capaz de gozar, de sufrir, de sentir…, es necesariamente lo central a la hora de establecer la teoría ética nueva que nuestro mundo está exigiendo y de la que los primeros beneficiarios serían los animales. El bien y el mal tienen sentido, y no son solo palabras, porque existe la consciencia.

Uno y otro forman parte de la experiencia de cualquier ser, que se siente bien o mal con independencia de que pronuncie o ni tan siquiera conozca esas dos palabras. Esto implica de paso una objeción fuerte al verbalismo absolutizado de la práctica totalidad de la filosofía de Occidente, pues el solo sentir y el silencio mental son también caminos cognitivos y no precisamente menores, como Wittgenstein acabó entendiendo.

Añadiré para terminar que ningún movimiento social o socio-político cuyo horizonte utópico máximo sea la liberación de la humanidad puede renunciar a pensar en profundidad las bases paradigmáticas de la idea misma de liberación.

¿Debe esta ser (y acaso es posible que sea) solo externa, solo social y política, o hay que reconocer también la importancia de la liberación interior, psicoespiritual, de los individuos, y favorecerla? ¿Tiene la compasión algo o mucho que ver con la liberación? ¿los beneficiarios de un proceso liberador colectivo habrán de ser los humanos únicamente? 

Por lo demás, parece obvio que si las condiciones materiales son importantes (y lo son mucho), el sujeto (subjectum) de liberación lo es más todavía. De ahí que tal vez el materialismo metafísico -otra herencia del pasado a revisar- no sea la mejor guía filosófica para explicar y potenciar un impulso emancipador que nace de la conciencia (sin s) y de lo más profundo de la consciencia (con s), apuntando al carácter fundamental e irrenunciable del amor, y al bien de cuantos seres pueblan la Tierra.

Tomado del  artículo de José Luis San Miguel de Pablos, doctor en Geología y licenciado en Filosofía. Artículo completo en  Tendencias 21

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