La ética, afirma la filosofía moderna, es autónoma. Uno no hace el bien para conseguir otra cosa, por ejemplo, un lugar en el cielo o una mejor reencarnación, sino porque el bien es, en sí mismo, suficiente recompensa. De modo similar, el dolor puede ser o no una purificación que, como sostienen algunos sistemas religiosos, nos conducirá a una felicidad mayor, sino que simplemente es dolor. Debemos aceptarlo como tal, sin el adorno de una vaga esperanza, de una fantasía metafísica. La muerte puede que suponga o no el final de todo y, sin embargo, debemos asumirla tal como es, es decir, como una absoluta incógnita.
Cualquier otra actitud no es sino una negación de la muerte y del dolor y, lo que es peor, de la realidad. En cualquier caso, es imposible entablar un auténtico diálogo, de tú a tú, con alguien que niega la realidad. Negar la realidad deliberadamente tal vez sea la peor de las locuras o de las cobardías. En lugar de apresurarnos a mitigar nuestra inquietud y procurarnos una falsa seguridad con palabras propias o ajenas, sagradas o profanas, creo que sería mejor afrontar ese tipo de experiencias —es decir, el dolor, la pérdida, el desconsuelo— desde el más profundo silencio.
Hay que acostumbrarse al silencio porque no todas las preguntas que nos formulamos con palabras, pueden ser respondidas igualmente con palabras. Es obvio que despreciamos el silencio. Nos da miedo.
El mundo debe ser interpretado de continuo. La muerte tiene que ser interpretada. Las emociones tienen que ser clasificadas. Las experiencias han de ser juzgadas. Todo debe tener un sentido, pero el sentido de las cosas, si es que tienen alguno, no está en ellas mismas, sino en aquel que las interpreta y las dota de significado.
¿Qué es la muerte? ¿Por qué existe el mal y el sufrimiento? ¿Quién soy? Son preguntas que, al parecer, no pueden responder todos los libros escritos por los seres humanos a lo largo de la historia. De hecho, las mismas preguntas siguen tan vigentes hoy en día como hace dos mil quinientos años, cuando los filósofos griegos comenzaron a inquirir por la naturaleza de todas las cosas o Lao Tzu escribió su conciso y celebérrimo Tao-te-ching, más o menos en la misma época en que, sentado bajo el ficus sagrado, el Buda descubría que la causa del sufrimiento es el apego y el rechazo generados por la ignorancia de la verdadera naturaleza de la realidad.
El Buda fue célebre por su silencio ante determinadas cuestiones metafísicas (el universo es eterno o no, ¿existe vida más allá de la muerte, etcétera), cuya respuesta no sólo consideraba imposible sino superflua a la hora de resolver la cuestión del sufrimiento. Sin embargo, el silencio del Buda no era producto de su desconocimiento sino de la práctica de la meditación.
Y es que, al igual que ocurre con la bondad, la meditación es su propio premio. En ese sentido, lo que verdaderamente importa no es el objeto de meditación en sí, sino la claridad y la calidad de nuestra atención, el reconocimiento de lo que estamos haciendo, la precisión en nuestros actos, pensamientos y sentimientos. De hecho, los objetos meditativos son muy variados. De ese modo, según el budismo, primeramente se comienza estabilizando y tranquilizando la mente con cualquier objeto meditativo —respiración, visualización, etcétera—, pero luego también se presta atención a la conciencia que se concentra en dicho objeto.
Es importante no perder el contacto con las propias sensaciones, emociones, experiencias, entorno, prójimo, etcétera, ya que cualquier otra cosa sería alienación. No podemos rechazar unas sensaciones en detrimento de otras porque les asignemos la etiqueta de “negativas”, “poco virtuosas”, etcétera. No podemos perder el contacto con lo que somos en aras de una imagen ideal y fantástica de lo que podemos ser puesto que, entonces, la falta de pies con los que apoyarnos en el suelo, nos impedirá alzarnos hacia el cielo que, supuestamente, tanto anhelamos.
También es necesario honrar de algún modo la inseguridad, la imprevisibilidad y la incertidumbre. La duda está por encima de todo. Hay que dudar, sostienen los místicos, hasta de Dios porque, como recoge el Corán, él es el mejor de los tramposos.
Kunga Tenzin
Fuente: Yoga Natural
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